sábado, 8 de octubre de 2011

Otra vez la diáspora irlandesa

La Vanguardia


‘Los irlandeses somos los negros de Europa’, dice el novelista Roddy Doyle. Durante años vivieron un sueño en el que eran los aristócratas del continente, con una renta per capita superior a la de Estados Unidos y Gran Bretaña, una sensación artificial de riqueza alimentada por el valor irreal del suelo, el ‘mejor lugar del mundo para vivir’ según la revista ‘The Economist’. Pero ahora han regresado a la vieja historia trágica de pobreza y emigración en masa.

Los talk shows de la radio y la televisión ponen el corazón en un puño, con padres de familia que cuentan entre lágrimas cómo tienen que dormir a la intemperie desde que los alguaciles se presentaron por la noche para deshauciarles, o cómo todos sus hijos han emigrado a Vancouver o Perth ‘porque aquí ya no queda nada, ni siquiera la esperanza de un futuro mejor, y no están dispuestos a pagar las deudas de los demás’. Cada trabajador irlandés lleva encima una losa de 32.500 euros, su parte del rescate a los bancos.

Durante los años del tigre celta la historia dio un vuelco, y se convirtió en un país de inmigración al que llegaron decenas de miles de europeos del Este, africanos y chinos, para ocupar los trabajos de camareros, barrenderos o asistencia a los ancianos que los nuevos ricos del país se negaban a hacer. La quimera ha durado un par de décadas. Ahora se celebran en Dublín ferias organizadas por los gobiernos de Canadá, Australia y Nueva Zelanda –ávidos de emigrantes blancos-, que ofrecen empleos a los irlandeses. Y con un paro del 13%, hay colas para hacerse con ellos.

Cuarenta y cinco mil personas se han ido de Irlanda en los últimos dos años, sobre todo jóvenes de alto nivel educativo, y el Instituto Nacional de Ciencias Sociales predice un éxodo de un cuarto de millón de individuos de aquí al 2014, que es mucho para un país de tan sólo cuatro millones de habitantes, traumitizado todavía por las diásporas de los años cincuenta (sobre todo a la costa este de los Estados Unidos, en especial Chicago, Boston y Nueva Tork) y de los ochenta. Tanto parecía el drama migratorio una cosa de el pasado que a lo largo y ancho del país hay museos dedicados a recordar el drama de quienes se vieron obligados a abandonar su tierra. Ahora, vuelta a las andadas.

Los gobiernos irlandeses han utilizado tradicionalmente la inmigración como una válvula económica para mitigar el paro y aliviar la presión sobre el suministro de servicios sociales, pero ahora se trata de un arma de doble filo. ‘En un mundo globalizado donde la investigación y el desarrollo son cada vez más importantes, se va a producir una fuga de cerebros a otros países anglosajones que puede retrasar varias décadas nuestro progreso’, advierte el economista Patrick Mulroney.

Cork es la capital de la diáspora irlandesa, y los grandes transatlánticos del siglo pasado (entre ellos el desgraciado Titanic) abandonaban Europa desde el vecino puerto de Cobh. Muchas familias de la segunda ciudad de Irlanda tienen grabado en la memoria el viaje de pocos kilómetros al aeropuerto coincidiendo con las crisis de los cincuenta y ochenta para decir adiós a hijos, padres o maridos a los que nunca más volvieron a ver.

En las calles de Cork, y también en las de Limerick, Galway y Dublín, se vuelven a ver escenas que parecían enterradas para siempre, vagabundos que hurgan en los botes de basura en busca de un mendrugo de pan. El convento de los Frailes Capuchinos oferce un desayuno gratis de huevos con salchichas. Irlanda es uno de los países del mundo con mayor diferencia de ingresos, con un 25% por ciento de personas consideradas ‘pobres’. Muchos de ellos se han convertido en ‘squatters’ y ocupado las setecientas ‘ciudades fantasma’ de casas a medio construir que hay de costa a costa del país. Agencias de viajes organizan los llamados ‘tours de la recesión’, que muestran a los turistas los cascarones de edificios y guetos urbanos como si fueran las favelas de Río de Janeriro.

La depresión colectiva la refleja un cantator urbano que rasga su vieja guitarra en la Saint Patrick Street de Cork: ‘camino cada día por mi ciudad con una caja de cartón llena de sueños rotos, que se hacen añicos entre el lamento de amigos y vecinos que pierden sus casas, sus familias y sus trabajos. Sólo hay una cosa buena, y es que ya no queda nada que perder’. Trágica Irlanda.
 
 
Fuente: Rebelion.org

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