JROTC y la militarización de EE.UU
Los niños soldados de EE.UU.
Tom Dispatch
Traducido para Rebelión por Germán Leyens |
Seguramente el
Congreso quería actuar correctamente cuando, en el otoño de 2008, aprobó
la Ley de Prevención de Niños Soldados (CSPA, por su nombre en inglés).
La ley tenía el propósito de proteger a niños en todo el mundo para que
no fueran obligados a librar las guerras de los Grandes. Desde
entonces, se suponía que cualquier país que presionara a niños para que
se convirtieran en soldados perdería toda ayuda militar de EE.UU.
Resultó,
sin embargo, que el Congreso –en su raro momento de preocupación por la
próxima generación– se equivocó rotundamente. En su gran sabiduría, la
Casa Blanca consideró que países como Chad y Yemen son tan vitales para
el interés nacional de EE.UU. que prefirió pasar por alto lo que sucedía
a los niños en su entorno.
Como lo exige la CSPA, este
año el Departamento de Estado volvió a enumerar 10 países que usan niños
soldados: Birmania (Myanmar), La República Central Africana, Chad, la
República Democrática del Congo, Ruanda, Somalia, Sudán del Sur, Sudán,
Siria, y Yemen. Siete de ellos debían recibir millones de dólares en
ayuda militar estadounidense así como lo que es llamado “Financiamiento
Militar Extranjero de EE.UU.” Se trata de un ardid orientado a apoyar a
los fabricantes de armas estadounidenses entregando millones de dólares
públicos a “aliados” tan sospechosos, que entonces deben dar un giro y
comprar “servicios” del Pentágono o “material” de los habituales
mercaderes de la muerte. Ya los conocéis: Lockheed Martin, McDonnell
Douglas, Northrop Grumman, etc.
Era una oportunidad para
que Washington enseñara a un conjunto de países a proteger a sus niños,
no conducirlos a la matanza. Pero en octubre, como lo ha hecho cada año
desde que CSPA fue promulgada, la Casa Blanca volvió a conceder
“dispensas” totales o parciales a cinco países en la lista de “no ayuda”
del Departamento de Estado: Chad, Sudán del Sur, Yemen, la República
Democrática del Congo, y Somalia.
Mala suerte para los
jóvenes –y el futuro– de esos países. Pero hay que mirarlo como sigue:
¿Por qué debiera Washington ayudar a los niños de Sudán o Yemen a
escapar de la guerra si no escatima gastos dentro del país para
presionar a nuestros propios niños estadounidenses impresionables,
idealistas, ambiciosos para que entren al “servicio” militar?
No
debiera ser ningún secreto que EE.UU. tiene el mayor sistema, más
eficientemente organizado, del mundo para reclutar niños soldados. Con
una modestia poco característica, sin embargo, el Pentágono no utiliza
esa descripción. Su término es “programa de desarrollo de la juventud”.
Impulsado
por múltiples firmas altamente remuneradas de relaciones públicas y
publicidad de alta potencia, contratadas por el Departamento de Defensa,
el programa es algo esplendoroso. Su principal cara pública es el
Cuerpo de entrenamiento de reserva de oficiales menores (o JROTC por sus
siglas en inglés).
Lo que hace que este programa de
reclutamiento de niños soldados sea tan impresionante es que el
Pentágono lo realiza a plena vista en cientos y cientos de institutos de
enseñanza media privados, militares, y públicos en todo EE.UU.
A
diferencia de los señores de la guerra africanos occidentales Foday
Sankoh y Charles Taylor (ambos llevados ante tribunales internacionales
por acusaciones de crímenes de guerra), el Pentágono no secuestra
realmente niños y los arrastra físicamente a la batalla. En su lugar
trata de convertir a sus jóvenes “cadetes” en lo que John Stuart Mill
una vez llamó “esclavos voluntarios”, tan engañados por el guión del amo
que aceptan sus partes con un gusto que pasa por ser elección personal.
Con ese fin, el JROTC influencia sus mentes aún no enteramente
desarrolladas, inculcando lo que los libros de texto del programa llaman
“patriotismo” y “liderazgo”, así como una atención por reflejo a las
órdenes autoritarias.
La conjura es mucho más sofisticada
–tanto más “civilizada”– que cualquiera imaginada en Liberia o Sierra
Leone, y funciona. El resultado es el mismo, no obstante: los niños son
llevados a servir como soldados, una tarea que no podrán abandonar, y
durante la cual serán obligados a cometer atrocidades desgarradoras.
Cuando comienzan a quejarse o a no soportar la presión, en EE.UU. como
en África Occidental, aparecen las drogas.
El programa
JROTC, que todavía se extiende en institutos de enseñanza media en todo
el país, cuesta a los contribuyentes de EE.UU. cientos de millones de
dólares por año. Ha costado sus hijos a una cantidad desconocida de
contribuyentes.
Las brigadas de acné y frenillos dentales
Tropecé
con algunos niños del JROTC hace unos pocos años en un desfile del Día
de los Veteranos en Boston. Antes de que comenzara, pasé entre grupos
uniformados que se instalaban a lo largo del Boston Common. Había
algunos viejos luciendo los estandartes de sus grupos de la American
Legion, unas pocas bandas de escuelas de enseñanza media, y algunos
jóvenes atildados en elegantes uniformes de gala: reclutadores militares
del gran Boston.
Y luego estaban los niños. Las brigadas
de acné y frenillos dentales, de 14 y 15 años en uniformes militares,
portando rifles sobre sus hombros. Algunos de los grupos de niñas
llevaban elegantes guantes blancos.
Demasiados grupos
semejantes, con demasiados niños impúberos, estaban a lo largo de Bostom
Common. Representaban todas las ramas de las fuerzas armadas y muchas
comunidades locales diferentes, aunque casi todos eran morenos o negros:
africanos-estadounidenses, latinos, hijos de inmigrantes de Vietnam y
de otros puntos al Sur. Recién el pasado mes en la Ciudad de Nueva York,
vi a semejantes escuadrones de JROTC codificados por colores, marchando
por la Quinta Avenida el Día de los Veteranos. Una cosa que JROTC no
es, es una coalición arco iris.
En Boston, pregunté a un
muchacho de 14 años por qué se había unido al JROTC. Llevaba un uniforme
para jóvenes del Ejército y acarreaba un rifle que era casi tan grande
como él mismo. Dijo: “Mi papá, nos abandonó, y mi mamá, tiene dos
trabajos, y cuando llega a casa, bueno, no está en muy buenas
condiciones. Pero en la escuela nos dijeron que hay que tener muy buena
condición si se quiere llegar a alguna parte. Por lo tanto se podría
decir que me uní por eso.”
Un grupo de niñas, todas
miembro del JROTC, me dijeron que iban a clases con los muchachos pero
que tenían su propio equipo de entrenamiento (todo negro) que competía
contra otros de tan lejos como Nueva Jersey. Me mostraron sus medallas y
me invitaron a su escuela para que viera sus trofeos. Ellas, también,
tenían 14 o 15 años. Saltaban como las entusiastas adolescentes que eran
mientras hablábamos. Una dijo: “Nunca antes obtuve premios”.
Su
excitación me sorprendió. Cuando tenía su edad, creciendo en el Medio
Oeste, me levantaba antes del amanecer para caminar hacia un campo de
fútbol y practicar maniobras en formación cerrada a oscuras antes de que
comenzara el día escolar. Nada me hubiera apartado de esa “condición”,
ese “ejercicio”, ese “equipo”, pero yo estaba en una banda marcial y el
arma que portaba era un clarinete. JROTC ha atrapado esas eternas ansias
juveniles de formar parte de algo más grande y más importante, que el
propio ser lamentable, desatendido, lleno de acné. JROTC captura el
idealismo y la ambición juvenil, la retuerce, la entrena, la arma, y la
coloca en camino a la guerra.
Un poco de historia
El
Cuerpo de Entrenamiento de Reserva de Oficiales Menores del Ejército de
EE.UU. fue concebido como parte de la Ley de Defensa Nacional de 1916
en medio de la Primera Guerra Mundial. Después de esa guerra, sin
embargo, solo seis institutos de enseñanza media aceptaron la oferta de
los militares de equipamiento e instructores. Una versión más adulta del
Cuerpo de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva (ROTC), fue
convertida en obligatoria en muchos colegios y universidades estatales, a
pesar de la entonces controvertida cuestión de si el gobierno podía
obligar a los estudiantes a hacer entrenamiento militar.
En
1961, ROTC se había convertido en un programa optativo, popular en
algunas escuelas, pero mal recibido en otras. Pronto desapareció por
completo de los campus de muchos colegios de elite y universidades
estatales progresistas, excluido por protestas contra la guerra en
Vietnam y descontinuado por el Pentágono, que insistía en mantener
políticas discriminatorias (especialmente respecto a la preferencia
sexual y al género) ilegalizadas en los códigos de conducta de las
universidades. Cuando renunció a “No preguntes, no lo digas” en 2011 y
ofreció un menú de sustanciales subvenciones de investigación para
semejantes instituciones, universidades de elite como Harvard y Yale
volvieron a aceptar a los militares con una deferencia indecorosa.
Durante
el exilio del ROTC de tales instituciones, sin embargo, se arraigó en
campus colegiales en Estados que no expresaban inconformidad respecto a
la discriminación, mientras el Pentágono expandía su programa de
reclutamiento en escuelas de enseñanza media. Casi medio siglo después
del establecimiento de JROTC del Ejército, la Ley de Vitalización del
Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva de 1964 abrió semejante
entrenamiento para jóvenes a todas las ramas de las fuerzas armadas. Lo
que es más, la cantidad de unidades de JROTC en todo el país, limitada
anteriormente a 1.200, aumentó rápidamente hasta 2001, cuando
desapareció la idea misma de imponer límites al programa.
El
motivo fue bastante evidente. En 1973, el gobierno de Nixon descartó el
servicio militar obligatorio a favor de un ejército permanente
profesional “solo de voluntarios”. ¿Pero dónde se encontraban esos
profesionales? ¿Y cómo exactamente iban a ser persuadidos para ser
“voluntarios”? Desde la Segunda Guerra Mundial, los programas de ROTC en
instituciones de educación superior habían suministrado cerca de 60% de
los oficiales comisionados. Pero el ejército necesita soldados de
infantería.
Oficialmente, el Pentágono afirma que JROTC no
es un programa de reclutamiento. En privado, nunca consideró que sea
algo diferente. El JROTC se describe ahora como “desarrollado de una
fuente de reclutas alistados y candidatos a oficiales a un programa
ciudadano dedicado a la elevación moral, física y educacional de la
juventud estadounidense”. Sin embargo, el ex secretario de Defensa
William Cohen, testificando ante el Comité de Servicios Armados de la
Cámara en 2000, calificó al JROTC de “uno de los mejores instrumentos de
reclutamiento que podemos tener”.
Con esa misión no
acreditada en mano, el Pentágono presionó por un objetivo planteado
primero en 1991 por Colin Powell, entonces jefe del Estado Mayor
Conjunto: el establecimiento de 3.500 unidades del JROTC para “elevar” a
los estudiantes en las escuelas de enseñanza media en todo el país. El
plan era expandir hacia “áreas educacional y económicamente marginadas”.
Las escuelas de mala calidad de los centros urbanos, los cinturones
industriales, el Sur profundo, y Texas se convirtieron en ricos campos
de caza. Al comenzar 2013, solo el Ejército estaba reciclando a 4.000
oficiales en retiro para que dirigieran sus programas en 1.731 escuelas
de enseñanza media. En total, unidades del JROTC del Ejército, la Fuerza
Aérea, la Armada, y los Marines surgieron en 3.402 escuelas en todo el
país –65% de ellas en el Sur– con un enrolamiento total de 557.129
niños.
Cómo funciona el programa
El
programa funciona como sigue. El Departamento de Defensa gasta varios
cientos de millones de dólares –365 millones en 2013– para suministrar
uniformes, libros de texto aprobados por el Pentágono, y equipamiento al
JROTC, así como parte de los salarios de los instructores. Esos
instructores, asignados por los militares (no por las escuelas), son
oficiales en retiro. Siguen cobrando la pensión federal, a pesar de que
se requiere que las escuelas cubran sus salarios a niveles que
recibirían en servicio activo. Los militares luego reembolsan a la
escuela cerca de la mitad de la considerable remuneración, pero a pesar
de ello a la escuela le cuestan mucho dinero.
Hace diez
años el Comité de Servicio de Amigos (CSA en español y AFSC en inglés)
estableció que el verdadero coste de los programas de JROTC para los
distritos escolares locales era “a menudo mucho más elevado –en muchos
casos más que el doble– del coste mencionado por el Departamento de
Defensa”. En 2004, los distritos escolares locales estaban gastando “más
de 222 millones de dólares solo en costes de personal”.
Varios
directores de escuelas quienes me hablaron sobre el problema, elogiaron
al Pentágono por subvencionar el presupuesto de la escuela, pero al
respecto evidentemente no comprendían las finanzas de sus propias
escuelas. El hecho es que las escuelas públicas que ofrecen programas de
JROTC subvencionan actualmente la campaña de reclutamiento del
Pentágono. De hecho, una clase de JROTC cuesta a las escuelas (y a los
contribuyentes) significativamente más de lo que costaría un curso
regular de educación física o de historia de EE.UU. – aunque a menudo es
considerada como un sustituto adecuado para ambos.
Las
escuelas locales no tienen ningún control sobre los planes de estudio
del JROTC prescritos por el Pentágono, que son inherentemente orientados
hacia el militarismo. Muchos sistemas escolares simplemente adoptan
programas del JROTC sin siquiera echar un vistazo a lo que se enseñará a
los estudiantes. El Comité de Servicios de Amigos de EE.UU., Veteranos
por la Paz, y otros grupos civiles han compilado evidencia de que esas
clases no solo son más costosas que las clases regulares, sino también
inferiores en calidad.
¿Qué otra cosa que calidad inferior
podría esperarse de libros de texto interesados escritos por ramas en
competencia de las fuerzas armadas y utilizados por militares en retiro
sin cualificaciones o experiencia pedagógica? En primer lugar, ni los
textos ni los instructores enseñan el tipo de pensamiento crítico que es
central actualmente en los mejores planes de estudio escolares. En su
lugar, inculcan obediencia a la autoridad, miedo a “enemigos”, y
postulan la primacía de la fuerza militar en la política exterior
estadounidense.
Grupos civiles han presentado una serie de
otras objeciones al JROTC, que van desde prácticas discriminatorias
–por ejemplo, contra gays, inmigrantes y musulmanes– a otras peligrosas,
como llevar armas a las escuelas (precisamente). Algunas unidades
incluso establecieron polígonos de tiro donde se usan rifles automáticos
y munición de guerra. JROTC embellece la peligrosa mística de
semejantes armas, convirtiéndolas en objetos que hay que ansiar,
aceptar, y apresurarse a encontrar la posibilidad de utilizarlas.
En
su propia defensa, el programa publicita una ventaja principal
ampliamente aceptada en todo EE.UU.: que suministra “condición”, que
evita que los niños abandonen la escuela, y convierte a niños (y ahora
niñas) de antecedentes “problemáticos” en “hombres” quienes, sin JROTC
para salvarlos (y al resto de nosotros contra ellos), se convertirían en
drogadictos o criminales o algo peor. Colin Powell, el primer graduado
de ROTC que llegó al máximo puesto en las fuerzas armadas, pregonó
precisamente esa línea en sus memorias My American Journey.
“Niños de los centros urbanos pobres”, escribió, “muchos de hogares
deshechos, [encuentran] estabilidad y modelos que imitar en JROTC”.
No
existe evidencia para probar esas afirmaciones, sin embargo, aparte de
testimonios de estudiantes como el que me presentó el de 14 años que me
dijo que participó en busca de “condición”. El que esos niños (y sus
padres) se dejen convencer por ese argumento de ventas es una medida de
sus propias opciones limitadas. La gran mayoría de los estudiantes
encuentra mejor “condición”, más positiva para la vida, en la escuela
misma a través de cursos académicos, deportes, coros, bandas, clubs de
ciencia o lenguaje, períodos de capacitación – de todo– en escuelas
donde existen semejantes oportunidades. Es precisamente en escuelas con
semejantes programas, donde administradores, maestros, padres y niños,
trabajando en conjunto, tendrán más éxito en mantener afuera al JROTC. A
los sistemas escolares “económica y socialmente deficitarios” que son
el objetivo del Pentágono les queda la posibilidad de eliminar
“detalles” semejantes y gastar sus presupuestos en un coronel o dos que
puedan ofrecer a estudiantes necesitados de “estabilidad y modelos” un
futuro prometedor, aunque tal vez muy corto, como soldados.
Días en la escuela
En
una de esas escuelas del barrio marginado del centro de Boston,
predominantemente negra, estuve en clases del JROTC donde niños miraban
interminables filmes de soldados desfilando, y luego tuvieron que
hacerlo ellos mismos en el gimnasio de la escuela, rifles en mano.
(Tengo que admitir que podían marchar mucho mejor que escuadrones del
Ejército Nacional Afgano, que también he observado, ¿pero es motivo para
estar orgullosos?) Ya que esas clases parecían consistir a menudo de
pasar el rato, los estudiantes tenían mucho tiempo para conversar con el
reclutador del Ejército cuyo escritorio estaba convenientemente ubicado
en la sala de clases del JROTC.
También conversaron
conmigo. Una niña africano-estadounidense de 16 años, quien era la
primera de su clase y ya se había alistado en el Ejército, me dijo que
convertiría a las fuerzas armadas en su carrera. Su instructor –un
coronel blanco a quien ella consideraba como el padre que nunca tuvo en
casa– había llevado a la clase a creer que “nuestra guerra” continuaría
durante mucho tiempo, como dijo, “hasta que hayamos matado al último
musulmán en la Tierra”. Ella quería ayudar a salvar EE.UU. dedicando su
vida a esa “gran tarea que nos espera”.
Sorprendida,
exclamé, “¿Y qué piensas de Malcolm X?” Malcolm X nació en Boston y una
calle no lejos de la escuela lleva su nombre. “¿No era musulmán?”
pregunté.
“Oh, no, señora”, dijo. “Malcolm X era estadounidense”.
Un
muchacho mayor, que también se había alistado con el reclutador, quería
escapar a la violencia de las calles de la ciudad. Se alistó poco
después que uno de sus mejores amigos, atrapado en el fuego cruzado de
otros, fue muerto en un mini-mercado muy cercano a la escuela. Me dijo:
“No tengo ningún futuro aquí. Igual podría estar en Afganistán.” Pensaba
que sus probabilidades de supervivencia serían mejores allí, pero
estaba preocupado por el hecho de que tenía que terminar la escuela
secundaria antes de incorporarse para cumplir su “deber”. Dijo: “Solo
espero que pueda llegar a la guerra”.
¿Qué clase de sistema escolar ofrece a niños y niñas semejantes “alternativas? ¿Qué clase de país?
¿Qué pasa en las escuelas en tu ciudad? ¿No es hora de que lo descubras?
La colaboradora regular de TomDispatch Ann Jones es autora del nuevo libro: They Were Soldiers: How the Wounded Return from America’s Wars -- the Untold Story,
un proyecto de Dispatch Books en cooperación con Haymarket Books.
(Jeremy Scahill acaba de elegirlo como su libro favorito de 2013.)
Jones, quien ha informado desde Afganistán desde 2002, es también autora
de dos libros sobre el impacto de la guerra en civiles: Kabul in Winter y War Is Not Over When It’s Over. Su sitio en la web es annjonesonline.com.
Fuente: Rebelion.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario