El gigante del comercio electrónico afirma que Christian Smalls no respetó las normas de alejamiento social. El empleado encabezaba una protesta colectiva para conseguir mejores medidas de seguridad después de que otro trabajador de su almacén diera positivo en coronavirus sin que se haya desinfectado el espacio.
por Charlotte Jee | traducido por Ana Milutinovic
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Associated Press
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La noticia: El lunes, los miles de trabajadores estadounidenses de Instacart dedicados al reparto a domicilio de alimentos (delivery) y los empleados del almacén de Amazon en Staten Island, Nueva York (EE. UU.), se declararon en huelga. Dado que estos empleados se ven obligados a abandonar sus hogares y seguir trabajando fuera de casa, el colectivo ha decidido cesar su actividad para exigir una mejor protección física y económica contra el coronavirus (COVID-19).
Los detalles: Los trabajadores de Instacart afirman que se negarán a aceptar pedidos hasta que la compañía no acepte pagarles un complemento salarial de peligrosidad de 5 dólares (4,5 euros) adicionales por pedido, además de jabón, desinfectante para manos y toallitas, y ampliar su política de baja por enfermedad para incluir a los trabajadores con patologías preexistentes a quienes se les había aconsejado quedarse en casa, informa Vice. Prometen mantenerse en huelga hasta que se cumplan sus reclamaciones. Por su parte, los empleados de Amazon han ido a la huelga en protesta por la decisión de la compañía de mantener el almacén abierto después de que la semana pasada se confirmara un caso de coronavirus entre la plantilla. Este colectivo afirma que tampoco volverá al trabajo si el almacén no se cierra y desinfecta. Amazon había cerrado otros almacenes donde sus trabajadores han dado positivo.
La respuesta de Amazon: En lugar de aceptar las peticiones de sus empleados, la primera medida del gigante del comercio electrónico ha sido la de despedir al líder de la protesta, Christian Smalls. Según informa la BBC, la compañía alega que el despido se debe a que Smalls se saltó las normas de alejamiento social.
No son los únicos: Los empleados de Amazon e Instacart no son los únicos que han manifestado su descontento. Muchas compañías que contratan a autónomos han afirmado que compensarán a sus trabajadores con el pago de hasta dos semanas de sueldo si contraen el coronavirus o si un médico les ordena quedarse en casa. Sin embargo, para poder acogerse a estas medidas están obligados a presentar certificados que demuestren que han recibido un diagnóstico positivo de la enfermedad, algo muy complicado si se tiene en cuenta que la escasez globalizada de test. Los empleados de Uber, Lyft, DoorDash y otras compañías de trabajadores autónomos aseguran que eso hace que sea casi imposible recibir ese dinero.
Un gran aumento del volumen de trabajo: Debido a las medidas de confinamiento, los servicios de reparto a domicilio están experimentando un aumento sin precedentes. Amazon, que emplea a más de 750.000 personas, está contratando a 100.000 trabajadores más para intentar manejar la situación, mientras que Instacart está buscando a otros 300.000 colaboradores, lo que duplicará con creces su plantilla actual de 175.000 personas.
La pandemia y el fin de una era
Por Atilio A. Boron
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Imagen: AFP
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El coronavirus ha desatado un torrente de reflexiones y análisis. Sobran las razones para incursionar en esa clase de conjeturas porque si de algo estamos completamente seguros es que la primera víctima fatal que se cobró la pandemia fue la versión neoliberal del capitalismo. Decimos la “versión” porque el COVID-19 liquidó al neoliberalismo pero no a la estructura que lo sustenta: el capitalismo como modo de producción y como sistema internacional. La era neoliberal ya es un cadáver aún insepulto pero imposible de resucitar. El capitalismo, en cambio, aún resiste y su futuro es incierto. Pero nada autoriza a darlo ya por muerto.
Simpatizo mucho con la obra y la persona de Slavoj Zizek pero esto no me alcanza para otorgarle la razón cuando, en la estupenda nota de María Daniela Yaccar en PáginaI12 del 29 de marzo (https://www.pagina12.com.ar/255882-la-filosofia-y-el-coronavirus-un-nuevo-fantasma-que-recorre- ) sentencia que la pandemia le propinó “un golpe a lo Kill Bill al sistema capitalista” luego de lo cual, siguiendo la metáfora cinematográfica, éste debería caer muerto a los cinco segundos. No ha ocurrido y no ocurrirá porque, como lo recordara Lenin en más de una ocasión, “el capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer.” El capitalismo sobrevivió a la pandemia de la mal llamada “gripe española”, que ahora sabemos vio la luz en la base militar Fort Riley (Kansas) , y que según los imprecisos cálculos de su letalidad, exterminó entre 20, 50 y 100 millones de personas. Resistió también al derrumbe global producido por la Gran Depresión, demostrando una inusual resiliencia para procesar las crisis e inclusive salir fortalecido de ellas. Pensar que en ausencia de aquellas fuerzas sociales y políticas anticapitalistas ahora se producirá el tan anhelado deceso de un sistema inmoral, injusto y predatorio, enemigo mortal de la humanidad y la naturaleza, es más una expresión de deseos que producto de un análisis concreto. Zizek confía en que para salvarse la humanidad tendrá que recurrir a “alguna forma de comunismo reinventado”. Es posible y deseable, sin dudas. Dependerá de si “los de abajo no quieren y los de arriba no pueden seguir viviendo como antes”, cosa que por ahora no sabemos. Pero la coyuntura presenta otro posible desenlace: “la barbarie”. O sea, la reafirmación de la dominación del capital recurriendo a las formas más brutales de explotación económica, coerción político-estatal y manipulación de conciencias y corazones a través de su hasta ahora intacta dictadura mediática y de la eficacia de su imperio de vigilancia global.
En la nota ya aludida el filósofo de Byung-Chul Han se arriesga a decir que "tras la pandemia, el capitalismo continuará con más pujanza.” Creemos que se equivoca porque si algo ya se dibuja en el horizonte es el generalizado reclamo de la sociedad a favor de una mucho más activa intervención del estado para controlar los efectos desquiciantes de los mercados en la provisión de servicios básicos de salud, vivienda, seguridad social, transporte y para poner fin al escándalo de la concentración de la mitad de la riqueza del planeta en el 1 % más rico de la población. Ese mundo post-pandémico tendrá mucho más estado y mucho menos mercado, y éstos estarán más regulados, con poblaciones “concientizadas” y politizadas por el flagelo a que han sido sometidas y propensas a buscar soluciones solidarias, colectivas, inclusive “socialistas” en países como Estados Unidos, nos recuerda Judith Butler, repudiando el desenfreno individualista y privatista exaltado durante cuarenta años por el neoliberalismo.
En una entrevista reciente Noam Chomsky habla del “monumental fracaso” de los mercados y los gobiernos neoliberales en cuidar la salud de la población.” (https://www.youtube.com/watch?time_continue=61&v=t-N3In2rLI4 )
“Reagan y Thatcher decían que el problema era que los gobiernos sofocaban a los mercados” y que, por lo tanto, “había que acabar con los gobiernos” y su intervención en las áreas de salud, seguridad social, vivienda, educación, transporte, etcétera. En EEUU ese programa se cumplió escrupulosamente: Trump anuncia una gran operación antinarcóticos en el Caribe para hostigar a Venezuela y Cuba y en la misma nota el Washington Post reproduce la opinión oficial de que la pandemia podría “causar entre 100 y 240.000 muertes.” ¿Por qué tantas? Porque según la American Hospital Association el número de camas de hospital disminuyó en un 39 % en los últimos años a fin de aumentar la tasa de ocupación de las camas (hasta oscilar en torno al 90 %) y aumentar la rentabilidad de los hospitales. Según esta misma fuente el país dispone de 924,100 camas pero muchas de ellas están ocupadas por pacientes crónicos y las que cuentan con Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) son a lo sumo 64.000 camas. El Johns Hopkins Center for Health Security informó el mes pasado que si la pandemia es moderada requeriría hospitalizar a un millón de personas, 200.000 de las cuales requerirían camas aptas para las UCI. Una pandemia severa enviaría a los hospitales casi 10 millones, y unos 2.9 millones requerirían camas con UCI. Obviamente, muchísima gente morirá fuera de los hospitales. La destrucción de la salud pública se corrobora también cuando se observa que los centros de salud locales y estaduales tienen un 25 % menos de personal que en el 2008; que el presupuesto del crucial Center for Disease Control cayó un 10 % en términos reales bajo Trump y que éste desmanteló la oficina de la Casa Blanca para coordinar las luchas contra las epidemias creada por Obama para combatir el Ébola en 2014.
Las estadísticas de la destrucción del sistema de salud revelan el contubernio entre gobiernos neoliberales y los traficantes de la salud: hospitales e industria farmacéutica. Difícil que después del desastre que se avecina vaya a haber mucha gente en EEUU que se burle de Bernie Sanders cuando hable de la medicina socializada. Después de esta pandemia, y de la debacle económica que dejará como saldo, el mundo será muy distinto al que conocimos. Casi 10.000.000 de nuevos desocupados se inscribieron en el Seguro Social esta semana. Además, ¿qué ocurrirá con los 80 millones que o no tienen seguro de salud o que el que tienen no les sirve? ¿Seguirán votando por mantener la “privatización” de la salud? ¿Querrán morir a los 70 años, como pide el Vicegobernador de Texas, para reanimar a la economía? ¿Cómo va a actuar el 45 % de la fuerza de trabajo sin licencia paga por enfermedad? Deberá elegir entre ir a trabajar y contagiar o contagiarse de otros, o comer. Lo que parecía normal, hasta “natural”, antes de la pandemia ahora aparece como una monstruosidad. Por eso, el mundo que ya destruyó no volverá a renacer. Estamos en las vísperas de una nueva era, y si nos concientizamos, luchamos con inteligencia y nos organizamos adecuadamente podremos crear un mundo mejor, mucho mejor.
Coronavirus, una tragedia norteamericana
Nueva York es el epicentro de la pandemia, con más de 50.000 casos y 1374 muertos. La falta de insumos es crítica y doce estados ni siquiera impusieron el aislamiento.
Por Sergio Kiernan
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Imagen: AFP
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Estados Unidos está al tope del ranking internacional de contagiados por el coronavirus y acaba de romper otro record. Esta semana, 6.648.000 personas se anotaron en el seguro de desempleo, lo que significa que en estas dos semanas diez millones de personas se quedaron sin trabajo, sin contar las masas de inmigrantes sin papeles que ni siquiera pueden pedir esta ayuda. Este desastre laboral, nunca visto en la historia del país, se suma a los problemas en la atención sanitaria en la crisis. Apenas 38 de los 50 estados de la Unión declararon una cuarentena o un aislamiento obligatorio, y los principales focos de infección tienen graves faltantes de elementos básicos, como máscaras, guantes y alcohol en gel. El país más poderoso del mundo se encamina a lo que sus propios expertos estiman pueden ser entre cien mil y un cuarto de millón de muertos por el Covid 19.
Los más de seis millones de nuevos desempleados de esta semana se suman a los 3.307.000 que se anotaron la semana pasada para cobrar el magro subsidio nacional, diez millones en dos semanas. Esta cifra es histórica por mucho, porque el mayor número registrado en una semana fue de 695.000 en 1982, durante una recesión ya olvidada. En la reciente depresión de 2008, el pico apenas pasó el medio millón, una cifra que entonces fue considerada muy grave. Este masivo desempleo se agrava por la legislación laboral norteamericana, que protege al patrón completamente a costa del empleado, que puede ser despedido pagándole los días del mes que tenga trabajados, los pocos días de vacaciones que le tocarían y en algunos casos un pequeño porcentaje del total como indemnización. En la legislación laboral de EE.UU. no existe el concepto de despido indebido, excepto en casos de racismo o sexismo. La empresa despide porque quiere, sin necesidad de explicar y sin límites.
Buena parte de los flamantes desempleados pertenecen a la muy explotada y desprotegida industria de servicios, que vive en buena parte de las propinas. Quien trabaje en un restaurante o un puesto de comidas, por ejemplo, gana un sueldo apenas nominal, muy inferior a su parte de las propinas a dividir entre todos. El cierre masivo de restaurantes y bares dejó un número muy alto en la calle, sin ingresos ni derecho a reclamar. Incluso los que siguen teniendo un empleo fijo se encuentran con el problema de que sólo las grandes empresas proveen seguro médico, que estos seguros son sistemáticamente privados y que en esta situación la cobertura se termina rápidamente. Se calcula que entre siete y diez millones de personas ni siquiera tienen el seguro básico que provee Medicaid o el llamado Obamacare, que hay que pagar por la libre. La muy baja afiliación sindical norteamericana hace que no existe nuestra familiar obra social.
El primer caso de coronavirus en Estados Unidos fue detectado el 25 de febrero y, 37 días después, el país ya registra casi 250.000, exactamente la cuarta parte del millón de contagiados en el mundo. La cifra de muertos se acerca a los 6000, los norteamericanos pueden pensar que su morbilidad es relativamente baja. Por ejemplo, si se toma Europa occidental, con una población similar de algo más de trescientos millones, densidades poblacionales parecidas y un nivel económico comparable, se encuentran siete veces más víctimas fatales. Pero los europeos sufrieron el contagio un par de semanas antes que los americanos y mostraron lo que no había que hacer. Washington negó activamente la gravedad de la pandemia y ahora la curva de contagio es más rápida que la europea.
Excepto para los que lo apoyan haga lo que haga, y para los medios de derecha dura, esto es responsabilidad del presidente Donald Trump. El peculiar mandatario venía negando que “el virus chino” fuera un problema y el 26 de febrero, cuando le preguntaron qué pensaba que iba a pasar, contestó que “no creo que esto se extienda”. Medios como Fox News e influencers de derecha dura como Rush Limbaugh comenzaron verdaderas campañas hablando de la “exageración por una gripe” de la “secta apocalíptica de izquierda”. La consigna fue “no es para tanto” y los que advertían sobre la gravedad de la pandemia eran atacados como conspiradores anti-Trump.
Con lo que recién el 31 de enero el presidente prohibió los viajes desde China y de toda persona que hubiese visitado recientemente ese país, cierre de fronteras que luego extendió a Europa. Pero siempre haciendo política, ya que al principio eximió de la prohibición a Irlanda, por razones nunca explicadas, y a su aliado británico Boris Johnson, que terminó contagiado él mismo de coronavirus. Recién el 13 de marzo Trump declaró una emergencia nacional. En las primeras semanas de la crisis, el presidente se dedicó a relativizar el peligro y a señalar que no podía “cerrar el país” por las consecuencias en la economía.
A la falta de liderazgo nacional se le suman las peculiaridades del sistema político norteamericano, que dejaron la respuesta fragmentada a nivel de los estados y muchas veces de ciudades y localidades. De los cincuenta estados que forman la Unión, doce todavía no declararon ni siquiera un aislamiento obligatorio. Son lugares donde los cines, las escuelas y shoppings siguen abiertos como si nada, y que son todos gobernados por republicanos de derecha. Excepto en los casos de algún intendente audaz, que prohíba la entrada a su pueblo o ciudad, en estas regiones se puede viajar libremente, hacer turismo y visitar a los amigos.
En los 38 estados que declararon algún tipo de emergencia, se nota la debilidad de la idea de Estado que es una marca del país. Los gobernadores se muestran impotentes ante los comercios que siguen abiertos, que no pueden sancionar y a los que les mandan cartas documento diciéndoles que cierren. En algún caso, se debate cortarle la luz y el agua a los desobedientes...
Sólo las personas son castigadas con rigor, en particular en lugares con ciertas tradiciones de violencia institucional. Un estado bravo, Maryland, amenaza a los transeúntes con multas de cinco mil dólares y hasta un año de prisión. En contraste, hasta en los estados más afectados y con cuarentenas más duras, Amazon sigue entregando como si nada, es posible hacer mudanzas y la construcción fue declarada una actividad esencial, con lo que las obras siguen. Se supone, en estos casos, que se puede mantener “distancia social” de un metro o más mientras se trabaja.
La emergencia nacional que declaró Trump le provee de herramientas legales para cambiar la situación, pero el mandatario muestra su mentalidad conservadora y empresaria a la hora de usarlas. Un ejemplo clarísimo fue el caso de los respiradores artificiales necesarios para tratar al dos a tres por ciento de casos de coronavirus que terminan en terapia intensiva. Este número parece pequeño, pero sucede que las clínicas y hospitales suelen tener muy pocos de estos aparatos, que se usan en casos relativamente extremos. Trump hizo el anuncio de que estaba negociando con las automotrices Ford y GM para que los produjeran masivamente, cosa que tomó días de discusión básicamente por el precio final. El presidente se negó a simplemente ordenarle a esas empresas que produjeran esas máquinas, como podría hacer.
El resultado es que los respiradores que se tenían en reserva –Estados Unidos tiene reservas estratégicas de insumos– no son ni remotamente los suficientes para lo que se viene. El gobernador del estado más afectado hasta ahora, Andrew Cuomo de Nueva York, dijo este jueves que tiene dos mil de esos aparatos en reserva y que calcula que van a alcanzar hasta el miércoles, apenas seis días más. A nadie se le ocurrió fabricarlos preventivamente y los estados terminaron frenéticamente buscando respiradores por internet. Cuomo contó que cerraba una operación y el vendedor lo llamaba para decirle que otro estado le había ofrecido más dinero, con lo que o Nueva York pagaba más o se quedaba sin el lote. La reacción del gobierno nacional fue entrar al mercado, como si fuera otro gobierno local, y aumentar el problema.
Si Nueva York es el futuro de Estados Unidos en este mes de abril, esta pandemia puede ser recordada como un desastre histórico. El estado ya tiene más de noventa mil contagiados confirmados, con más de trece mil en el hospital, 3396 en terapia intensiva y 2468 muertos. Estos números se produjeron en exactamente 32 días, con el primer caso detectado el primero de marzo. La ciudad de Nueva York es el foco de la pandemia, con 51.810 casos y 1374 muertes. Si bien la velocidad del contagio parece estar bajando por la drástica cuarentena que finalmente se ordenó, la falta de kits para confirmar la infección y la interminable espera por los resultados, de hasta seis días, hace difícil pronosticar la evolución de la epidemia local.
La ciudad está montando hospitales en carpas en Central Park, reconvirtió el Centro de Convenciones Javitt en una clínica y tiene en el muelle 19 un buque hospital de la Armada. Pero los grandes hospitales ya están completamente abrumados y reclaman elementos básicos como guantes, máscaras y alcohol en gel. También faltan profesionales, con lo que Cuomo convocó a médicos y enfermeras jubiladas a volver a trabajar y saludó a los veinte mil que llegaron de otros estados a dar una mano. También se tomó una medida siniestra, la de enviar 45 camiones refrigerados como morgues móviles a las casas de sepelios de la ciudad, que no dan abasto.
El gobernador de Nueva York, que da una conferencia de prensa cada día y se está transformando en una figura nacional en medio de la crisis, definió el problema con una frase de crítica a Trump y sus indecisiones: “No creo que el gobierno nacional pueda proveernos lo que necesitamos como país. Hay que arreglárselas solos”. Por algo la proyección que circula entre médicos y especialistas es que Estados Unidos puede sufrir una tasa de contagio del setenta por ciento, o 231 millones de pacientes, con entre cien mil y doscientos cuarenta mil muertes.





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