Hay que inyectarse alguna dosis de optimismo para imaginar el futuro de Afganistán.
En la escala baja del país, Mahmud Anuar dibujaba ayer con rotulador sobre cartulina una papaver somniferum. Debajo de la amapola adormidera, escribía en lengua pastún: "Por fuera, la flor es hermosa y brillante; por dentro, la flor te matará".
En la escala más alta del mismo país, Sher Muhamad Ajundzada seguía de campaña entre los pastunes de Kandahar, animándoles a que el próximo jueves voten por Hamid Karzai, para que siga siendo presidente.
Por abajo, con sus rotuladores de color, Mahmud Anuar intenta vencer su adicción a la heroína en Neyat, un centro para drogodependientes recién abierto en el sur histórico y pobre de Kabul, aprovechando una abandonada fábrica que casi ni han barrido.
Por fuera, efectivamente, la flor es hermosa y brillante: los pétalos de la amapola pueden ser blancos, violetas o fucsias. Si se cortan con delicadeza, suavemente, los conductos lactirífaros de su cápsula supuran opio, y del opio se obtiene la morfina y la heroína. Y Afganistán proporciona el 90 por ciento de la heroína que se consume en todo el mundo.
Hay rastros de esa supuración en el actual entorno del presidente Karzai. Empezando por su propio hermano Ahmed Wali, vinculado con el narcotráfico. Pero a su aliado en el sur, Sher Muhamad Ajundzada, el que intenta mantener vivo el voto pastún para Karzai, no le han hallado rastros de amapola: le pillaron directamente nueve toneladas. Ocurrió hace cuatro años, cuando Ajundzada era gobernador de Helmand, y se los pillaron almacenados en su cuartel general.
"Si la gente cree que soy un contrabandista, de acuerdo - declaró Ajundzada el pasado junio-,¡pero al menos gasto el dinero en el Gobierno y en los soldados! Ahora el dinero va a los talibanes, que matan a soldados británicos y americanos y afganos".
La fuerza del opio y la heroína es imparable. Representan la mitad de la economía afgana, un petróleo que riega los dos lados de la trinchera: las agencias internacionales calculan que, con el comercio de los narcóticos, los talibanes se embolsan cada año unos 300 millones de dólares.
Los talibanes llegaron al poder en 1996, y la explicación que dieron en sus primeros años para no prohibir el cultivo de opio supera en surrealismo a la explicación ofrecida hoy por el ex gobernador de Helmand. "Hemos prohibido el hachís porque es una droga consumida por afganos y musulmanes - afirmaba entonces Abdul Rashid, jefe de la fuerza antidroga talibán en la región de Kandahar-.El opio es permisible porque la consumen los kafirs (infieles) en Occidente y no los musulmanes y afganos".
En el año 2000, sin embargo, los talibanes prohibieron - por primera vez en la historia de Afganistán-el cultivo de la amapola adormidera. La producción cayó en picado. Algunos sospechan que fue una movida especuladora, como la OPEP con el crudo: para subir su precio e intentar ganas más. Y, hoy, en los territorios que controlan, los talibanes se forran sin ningún rubor con el negocio.
"Las políticas occidentales contra el cultivo del opio han sido un fracaso", reconoció en julio Richard Holbrooke, el enviado especial de la Casa Blanca para Afganistán y Pakistán. En los esfuerzos para erradicar los cultivos "se han dilapidado cientos y cientos de millones de dólares sin que esto haya dañado a los talibanes; al contrario, ha arrojado a la gente a los brazos de los talibanes", explicó.
Por esta razón, Washington ha avanzado un cambio de estrategia: en lugar de erradicar cultivos, los esfuerzos se concentrarán en combatir los lazos entre los talibanes y los narcotraficantes. Pero nada dice Washington del narcotráfico en el Afganistán no talibán. Ese Afganistán que ha levantado toda una narcoarquitectura en el barrio de Shirpoor, en Kabul: chocantes villas coloreadas como templos de Nabucodonosor. Narcoarquitectura para un "narcoestado", como se le escapó hace unos meses a Hillary Clinton hablando de Afganistán ante el Senado. Narcovillas tan alucinantes como el Aimfarhang, algo así como el Palacio de la Enseñanza, una mole del mejor diseño soviético levantada en los años ochenta - en el pico de la invasión rusa-y reventada por las posteriores batallas intestinas de los muyaidines.
El palacio está en un punto entre el cemento de El hundimiento y los hierros de Titanic,con inmensas calderas de hierro fundido y jeringuillas entre la ruina. Muchas jeringuillas. Porque, hasta hace tres meses, los drogadictos de Kabul poblaban este edifico. Lo deambulaban. Hasta que el Gobierno creó el centro de acogida, no muy lejos, no mucho más limpio.
La policía lo intenta evitar en vano: muchos drogadictos comen en el nuevo centro y, al atardecer, regresan al palacio de las corrientes de aire.
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