La cumbre Putin-Trump y el regreso del presidente ruso al centro de la escena internacional
Mas allá de los anuncios concretos, la cumbre Putin-Trump significó el regreso del presidente ruso al centro de la escena internacional y una distensión importante que, seguramente, terminará con el conflicto en Ucrania.
por Gonzalo Fiore Viani
La reunión entre Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska puede ser interpretada como mucho más que un simple encuentro bilateral. En la práctica, significó la reaparición del presidente ruso en el escenario internacional, con el aval explícito de la Casa Blanca. Que el líder acusado de crímenes de guerra por la Corte Penal Internacional haya descendido de su avión en Anchorage sobre una alfombra roja desplegada por soldados estadounidenses, para luego compartir con Trump la limusina presidencial, es un hecho cargado de simbolismo. Representa, al mismo tiempo, la normalización de Putin tras años de relativo aislamiento y la consolidación de Trump como mediador inevitable de cualquier resolución futura de la guerra en Ucrania.
Sin embargo, como suele suceder en la política internacional contemporánea, lo que más importó fue lo que no se dijo. No hubo acuerdo de alto el fuego, ni compromisos concretos hacia una paz duradera. Trump insistió en que los ceses de hostilidades “a menudo no se sostienen” y prefirió hablar de un “acuerdo de paz permanente”, sin aclarar cómo llegaría a concretarse ni qué implicaría para Ucrania. Putin, en tanto, volvió a plantear su exigencia de que Kiev renuncie a las regiones ocupadas y a su aspiración de ingresar a la OTAN, posiciones maximalistas que hacen inviable cualquier negociación en los términos que él propone.
La foto del apretón de manos en Alaska, difundida hasta el cansancio en redes y medios, es la victoria política que buscaba el Kremlin. Putin necesitaba mostrarle al mundo que sigue siendo un actor respetado, capaz de sentarse con el presidente de Estados Unidos en pie de igualdad. Trump, por su parte, refuerza la narrativa de que solo él tiene la capacidad de detener la guerra, al tiempo que mantiene un discurso ambiguo que le permite no comprometerse demasiado ni con Ucrania ni con sus aliados europeos.
El trasfondo de esta cumbre es la discusión sobre la arquitectura de seguridad global en un contexto multipolar cada vez más fragmentado. Europa observa con preocupación cómo Washington privilegia el trato directo con Moscú por encima de la coordinación con la OTAN, mientras Kiev teme ser relegada a un rol secundario en negociaciones que afectan de manera existencial su futuro. Zelensky, consciente de esto, no tardó en advertir que “ninguna decisión territorial puede tomarse sin Ucrania”, marcando un límite a cualquier intento de acuerdo a espaldas de su gobierno.
Lo que queda en claro tras Alaska es que la guerra en Ucrania ya no se trata únicamente de líneas de frente o de territorios ocupados. Es, sobre todo, un pulso geopolítico en el que se juega la redefinición del orden mundial. El propio Putin lo dejó entrever cuando habló de “eliminar las causas profundas del conflicto”: en su visión, se trata de desmantelar el vínculo de Ucrania con Occidente, impedir su integración euroatlántica y consolidar una esfera de influencia rusa que nunca renunció a reclamar.
Trump, en cambio, se mueve en un terreno distinto: el de la política interna estadounidense. Necesita exhibir resultados sin tenerlos, mostrar avances aunque no existan, reforzar la idea de que bajo su liderazgo la guerra jamás habría comenzado. Sus declaraciones vagas y sus gestos de cercanía con Putin reflejan más un cálculo electoral que una estrategia diplomática. En este sentido, la cumbre en Alaska es un episodio que habla tanto del futuro de Ucrania como del de las elecciones en Estados Unidos.
El hecho de que Putin se haya permitido bromear en inglés con un “Next time in Moscow” al final de la reunión, con un Trump sonriendo y dejando abierta la posibilidad, muestra hasta qué punto el tablero internacional está en movimiento. Una eventual cumbre en territorio ruso no solo consolidaría la rehabilitación de Putin, sino que también pondría en cuestión los fundamentos de la política exterior occidental desde 2022: el aislamiento de Moscú, las sanciones y el respaldo incondicional a Kiev.
Lo más probable a corto plazo es que la guerra en Ucrania siga su curso sin cambios sustanciales. Rusia mantiene su exigencia de anexar formalmente los territorios ocupados y de impedir cualquier acercamiento de Kiev a la OTAN. Ucrania, con apoyo occidental, no puede aceptar esa rendición encubierta. Así, la guerra podría estancarse en un “empate sangriento” prolongado, con miles de muertos semanales, sin avances diplomáticos reales.
Trump habló de una posible reunión con Zelensky y Putin. Si ese encuentro llega a ocurrir, el riesgo para Kiev es que Washington presione en favor de concesiones territoriales a cambio de una paz rápida. Esto beneficiaría a Trump electoralmente, pero sería visto como una capitulación por Ucrania y podría fracturar la unidad occidental. Zelensky ya marcó una línea roja: “nada sobre Ucrania sin Ucrania”. Aun así, la presión puede aumentar.
El solo hecho de haber sido recibido con honores en suelo estadounidense fue un triunfo para el Kremlin. La foto en Alaska ya significa una forma de rehabilitación simbólica. Si efectivamente se concreta un “next time in Moscow”, Putin pasaría de ser un paria internacional a anfitrión de una cumbre con el presidente de Estados Unidos. Eso modificaría radicalmente el equilibrio diplomático y pondría en cuestión el aislamiento que Occidente intentó imponer desde 2022.
Las potencias europeas miran con desconfianza los movimientos de Trump. El temor es que Estados Unidos negocie bilateralmente con Rusia por encima de los intereses de la UE y de Ucrania. Si Washington prioriza sus propios tiempos políticos y electorales, Bruselas podría intentar tomar más protagonismo, aunque sus capacidades son limitadas.
No hay que perder de vista que Beijing observa con atención. Un eventual acuerdo entre Washington y Moscú que deje debilitada a Ucrania y fracturada a la OTAN beneficiaría a China, que ganaría margen en su pulseada global con Occidente. Al mismo tiempo, si la guerra se prolonga, Beijing sigue consolidando su rol como socio económico imprescindible de Moscú.
Es verdad que de lo que todos hablan y lo más inmediato es la continuidad de la guerra, pero lo que está en juego es el lugar de Rusia en el sistema internacional, el liderazgo de Estados Unidos y los vínculos entre Occidente y el mundo euroasiático. El “día después” de Alaska no trajo paz, sino una nueva fase de incertidumbre donde el espectáculo diplomático parece pesar más que las vidas en juego en el frente de batalla.