Malvinas: una errónea visión alternativa
Es bueno que en la
Argentina haya irrumpido una discusión acerca de qué actitud tomar en
relación a las Islas Malvinas. Desde hace mucho este país estaba
atrapado entre las secuelas paralizantes de la ignominiosa derrota
sufrida hace casi treinta años -producto de la incompetencia,
fanfarronería y demagogia de la dictadura genocida- y la vía muerta de
una estrategia diplomática que pese a su perseverancia no rindió frutos
porque el mal llamado “orden mundial” es en realidad un cruento e
injusto desorden en donde sólo por excepción deja de regir la ley del
más fuerte. Es de celebrar que en fechas recientes el gobierno nacional
haya modificado algunos aspectos de esta estrategia buscando nuevos y
valiosos aliados regionales para inclinar a su favor una correlación de
fuerzas que en el uno a uno de la diplomacia convencional entre el Reino
Unido y Argentina, nos conducía inexorablemente a un nuevo ciclo de
decepciones. Gracias a las torpes provocaciones de David Cameron la
causa de las Malvinas se latinoamericanizó y Londres acusó el impacto al
ver que, en esta parte del mundo, su pertinaz colonialismo suscitaba
creciente repudio a la vez que solidaridad con la Argentina y que
Washington admitía, para desasosiego británico, que había un problema de
soberanía que debía discutirse bilateralmente. Y es lógico que el tema
se haya latinoamericanizado porque la controversia sobre la soberanía
del archipiélago involucra al menos tres aspectos que hacen al interés
común de América Latina: (a) la explotación de recursos naturales de
nuestros espacios marítimos: recursos renovables (si no se los depreda),
como la pesca, y no renovables, como el petróleo; (b) el acceso a la
Antártida, fuente segura de enormes riquezas minerales e
hidrocarburíferas cuyo tratado que deja “congelados” los reclamos de
soberanía sobre ese territorio debería ser renovado en fechas próximas; y
(c) el acceso al paso bioceánico a través del Estrecho de Magallanes,
de extraordinaria importancia en la hipótesis de que por diversos
motivos fuese inoperable el Canal de Panamá. Estas cuestiones, como es
obvio, no pueden ser indiferentes para la región, y muy en especial para
los países sudamericanos. La causa subyacente de las bravatas del
anodino premier británico son los graves problemas económicos (hasta
ahora disimulados) y sociales (indisimulables) que atribulan al Reino
Unido. Baste recordar que hace menos de un año multitudinarias protestas
populares culminaron con saqueos e incendios en las principales
ciudades británicas, las que impulsaron a Cameron a escalar el diferendo
militarizando aún más al Atlántico Sur y violando los acuerdos
regionales que velan por la desnuclearización de esta parte del mundo,
incluyendo en su juego a la figura del príncipe Guillermo con toda la
carga simbólica que esto implica y yéndose de boca con afirmaciones
tales como que la Argentina era un país colonialista, lo que en cuestión
de minutos convirtió al émulo de Margaret Thatcher en el hazmerreír
universal toda vez que más de la mitad de los territorios aún sometidos
al yugo colonial tienen como potencia dominante al Reino Unido, entre
ellas nada menos que Gibraltar, en las puertas de Europa. Esto produjo
la paradojal coincidencia de España con la Argentina en sus reclamos
anticolonialistas, ante las cuales Londres respondió con su acostumbrado
desprecio por la legalidad internacional.
Ante la complejidad que
tiene la lucha por recuperar a las islas es importante que en la
Argentina se debata el asunto con la seriedad que se merece, sin
patrioterismo pero también sin desaprensivos cosmopolitismos, entre
otras cosas porque de por medio están los seiscientos cuarenta y nueve
jóvenes argentinos que fueron sacrificados en la guerra, los más de mil
que regresaron heridos y mutilados, los muchos que se suicidaron después
y la afrenta que representa para el honor de este país los reclamos de
los miles de conscriptos que aún no obtienen del estado nacional el
resarcimiento que se merecen por sus servicios prestados en la guerra.
Esta advertencia viene a cuento porque en los últimos días se ha
desencadenado entre un grupo de intelectuales y publicistas críticos del
gobierno una especie de torneo para ver quien adopta posturas más
anglófilas y entreguistas, con argumentos que ofenden la inteligencia de
los argentinos y la memoria de nuestros muertos al paso que llenan de
regocijo al Foreign Office. Uno de los disparates más
significativos es el que dice, en línea con los pretextos de Londres,
que la Argentina debería consultar a los isleños si es que aceptan o no
que Las Malvinas sean reincorporadas al patrimonio nacional. Se apela,
erróneamente, a la doctrina de la “autodeterminación nacional” lo que le
permitió al historiador Luis Alberto Romero (en una columna publicada
en el diario La Nación ) y a un grupo de 17 intelectuales y
publicistas proponentes, según ellos, de una mirada alternativa sobre la
cuestión de las Malvinas, renunciar alegremente y sin más miramientos
al legítimo derecho que le asiste a la Argentina y dar por
definitivamente perdida una batalla que este país viene librando desde
hace 179 años. 1
Quienes postulan la doctrina de la “autodeterminación nacional” se
olvidan que ésta sólo es aplicable a condición de que se cumpla con un
requisito inescapable: que quienes se amparen en ese derecho sean los
pobladores autóctonos de un territorio, lo que no ocurre en el caso de
las Malvinas. La escasa población argentina que había en las islas fue
desalojada por una fuerza expedicionaria británica que se apoderó
violentamente del archipiélago y estableció, en su lugar, una pequeña
colonia que al cabo de casi dos siglos no supera las tres mil almas. Esa
viciosa modalidad de adquisición territorial se llama, en el derecho
internacional, “conquista”, y de por sí invalida cualquier pretensión de
legitimar la presencia post festum de los intrusos auscultando
su voluntad o no de perpetuar los efectos de la conquista gracias a la
cual se apoderaron de unas tierras que no eran suyas. La inconsistencia
del argumento es más que evidente y no se necesita ser un eminente
jurisconsulto para comprobarlo.
Propongo el siguiente
experimento mental: imaginemos lo que habría ocurrido si la Argentina
hubiera sido una gran potencia y a comienzos del siglo diecinueve
hubiese ocupado militarmente una dependencia británica, próxima a sus
costas, como por ejemplo la Isla de Man, expulsando al puñado de
ingleses que la habitaban e instalado allí una pequeña comunidad de
argentinos amparados por la permanente presencia de un destacamento
armado. Los reclamos de la corona británica eran sistemáticamente
desoídos y una medida desesperada para recuperar la isla por las armas
-tomada cuando en Inglaterra el fantasma de Cromwell y los sentimientos
antimonárquicos preanunciaban una crisis política de enormes
proporciones- permitió su transitoria reintegración al dominio
británico, sólo para que, poco después, sus tropas sufrieran una
aplastante derrota a manos de la potencia colonizadora sudamericana.
Luego de ello Londres prosiguió con sus infructuosos reclamos mientras
una arrogante Buenos Aires ratificaba su absoluto rechazo a cualquier
inicio de conversaciones sobre el tema so pretexto de que nada podía
hacerse contra la voluntad de los isleños, descendientes de quienes la
ocuparon por la fuerza esa isla dos siglos atrás. Seguramente que, en
este caso, los actuales cosmopolitas dispuestos a ceder definitivamente a
las Malvinas a los ingleses se hubieran rasgado las vestiduras ante
esta sucesión de atropellos al derecho de gentes, el desprecio por la
negociación diplomática y el desacato a las resoluciones de las Naciones
Unidas. Pero ya no como un experimento mental sino como una palpable
realidad esto es lo que Londres ha venido haciendo desde 1833, y es por
ello que rehúsa a sentarse en una mesa de negociaciones, honrar las
reiteradas recomendaciones del Comité de Descolonización de Naciones
Unidas y la Resolución 2065 de la Asamblea General que insta a las
partes a buscar una solución pacífica al diferendo, cosa a la cual el
Reino Unido se ha negado sistemáticamente. Y lo hace porque el Foreign Office
es conciente de que toda la legislación internacional le juega en
contra; que su acto de piratesca apropiación de unas islas que no eran
suyas es insanablemente ilegal e ilegítimo –y lo mismo vale para el
Peñón de Gibraltar- y ni siquiera mil años de ocupación podrán redimir a
los invasores británicos de ese pecado de origen. Tal como lo recordara
Fidel Castro pocos días atrás, una vez iniciada la negociación
diplomática los ingleses no tendrán más remedio que irse porque sólo les
asiste el hecho desnudo de la conquista y la fuerza. 2
Pero los críticos se olvidan de todos estos molestos detalles y
adoptan, en algunos casos de modo sorprendente dada sus trayectorias
político-intelectuales, el punto de vista del colonizador. La culpa, por
supuesto, es de los colonizados, de las víctimas; la razón, en cambio,
siempre está del lado de los colonizadores. La historia argentina y
latinoamericana está repleta de casos como estos en los cuales la
“colonialidad” de las elites culturales las convierte en voceros de las
potencias coloniales.
Claro que para esto es preciso olvidar
muchas cosas: (a) que el recalentamiento del tema Malvinas fue
responsabilidad de Londres y no de Buenos Aires; (b) que hasta ahora el
gobierno argentino ha dado muestras de una saludable prudencia, al no
caer en las burdas provocaciones de Cameron y responder a su bravuconada
reforzando la presencia militar en el Atlántico Sur; (c) y que el
núcleo central de su argumentación, la “autodeterminación” de los
isleños se desploma ante el peso de un componente central de la misma
tradición jurídica anglosajona que los críticos se supone tienen en alta
estima y que dice que might does not make right, o sea, la fuerza no crea derechos.
En consecuencia, en el caso de las Malvinas, como en cualquier otro en
donde un un estado arrebata el territorio de otro país por la vía de la
conquista, la doctrina que se aplica no puede ser la de la
“autodeterminación nacional”, por las razones arriba expuestas, sino la
de la “integridad territorial” que establece que ningún estado tiene
derecho a apropiarse de un territorio que pertenece o se halla bajo la
jurisdicción de otro. Según esta doctrina la “consulta a los deseos de
los isleños” es irrelevante a la hora de resolver la cuestión de la
soberanía, aunque va de suyo que si las Malvinas llegaran a retornar
algún día a la Argentina (en un futuro que sin dudas está muy lejano aún
cuando Londres decida dejar de violar la legalidad internacional y
obedezca el mandato de la ONU) el modo de vida de los isleños, su lengua
y sus tradiciones deberían ser incondicionalmente respetadas y la
Argentina debería aceptar, como lo han hecho Bolivia y Ecuador, el
desafío de construir una comunidad política binacional, bilinguística y
multicultural. Pero esto nada tiene que ver con la cuestión de la
soberanía: quienes apelan a la “autodeterminación” de los isleños
cometen un grave error jurídico y político, al paso que sus confusas
elucubraciones desnudan los peligros que el rechazo visceral a una
gobernante, en este caso Cristina Fernández de Kirchner, puede tener
sobre mentes que, bajo otras circunstancias, dieron en algunos casos
muestras de notable lucidez y clarividencia.
Notas:
1 Luis Alberto Romero, “¿Son realmente nuestras Las Malvinas?”, La Nación,
14 de Febrero de 2012; el documento de los 17 intelectuales y
publicistas lleva por título: “Malvinas: una visión alternativa”, y se
publicó íntegramente en la edición del 23 de Febrero de 2012.
2
Ver al respecto el esclarecedor análisis de Marcelo G. Kohen sobre
todos los obstáculos interpuestos por el Reino Unido para evitar el
inicio de negociaciones diplomáticas sobre el futuros de las islas:
“¿Quién ‘bloquea’ en la cuestión Malvinas”, en Página/12, 12 de Enero de 2012.
Fuente: Rebelion.org
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