¿Cuál es, y cuál debería ser, el papel de la investigación, el desarrollo y la innovación (I + D + i) en la economía argentina? ¿Qué importancia tienen a la hora de guiar el desarrollo y crear empleo?
Según un reciente informe de la Unesco (1), considerada globalmente la inversión en I + D + i llega a los 1,7 billones (millones de millones) de dólares. Los dos países que más invierten son Estados Unidos y China, seguidos por Japón, Alemania y Corea del Sur. La concentración a nivel mundial es significativa: los diez países que más recursos destinan suman el 80% de la inversión global. Solo Estados Unidos y China explican la mitad del total.
Pero si la división entre los diferentes países permite hacerse una idea de la distribución general, más interesante aun es analizar la inversión de cada país en relación a su PIB, que ayuda a entender el lugar que ocupan la ciencia y la innovación en las respectivas economías, lo que a su vez se vincula al modelo de desarrollo, la estrategia de inserción internacional y, finalmente, la calidad del empleo.
El país que invierte el porcentaje más alto de su PIB es Corea del Sur (4,3), seguido por Israel (4,1), y Japón, Finlandia y Suecia (alrededor del 3,2).
Una forma complementaria de considerar el tema es a través de la cantidad de investigadores por millón de habitantes con que cuenta cada país. Israel, con 8.200, y Corea del Sur, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Noruega y Singapur, que tienen entre 7.000 y 7.500, son los mejor rankeados. Estados Unidos y China cuentan con menos investigadores según el promedio por habitante pero suman un total enorme, superior a 1.200.000 cada uno.
Como se ve, los mejor posicionados son países culturalmente diferentes, ubicados en regiones distintas del planeta, que han recorrido caminos históricos divergentes, pero que tienen en común la decisión de ubicar a la ciencia y la innovación en el centro de su modelo de desarrollo.
Argentina
La inversión mundial en I + D + i equivale al 2,2% del PIB. Argentina invierte menos de un tercio: 0,6% de su PIB, es decir 4.655 millones de dólares. Cuenta con 1.200 investigadores por millón de habitantes. Teniendo en cuenta estos datos, una primera conclusión es que Argentina invierte poco y dispone de un número insuficiente de investigadores.
Pero tan significativo como ello es el dato de que en nuestro país el principal inversor, con el 85% del total, es el Estado, y que el sector privado invierte un porcentaje mucho menor que los estándares internacionales. En efecto, los países que destinan más recursos, al igual que las dos potencias más dinámicas de la economía internacional, Estados Unidos y China, se destacan por el hecho de que el peso recae fundamentalmente sobre las empresas privadas, que explican entre el 75 y el 80% de la inversión. Si las empresas argentinas invirtieran dos tercios del total, como sucede en los países más avanzados, y suponiendo la misma inversión pública, Argentina destinaría el equivalente al 1,5% de su PIB, ubicándose en el primer lugar del ranking latinoamericano.
Las razones que dan cuenta de la baja inversión del sector privado en ciencia, desarrollo e innovación en Argentina son múltiples: se puede mencionar el tipo de estructura productiva, con un peso comparativamente bajo de la industria, el modelo exportador basado en materias primas y la falta de estímulos fiscales. Este último aspecto es decisivo. En Europa, por ejemplo, se admite como gasto deducible fiscalmente lo invertido en I + D + i. Además, hay una deducción adicional de la cuota del impuesto de sociedades (ganancias) que va del 25% al 42% del gasto, a lo que se suma el 17% del personal dedicado al proyecto y el 8% de los activos involucrados.
La cuenta es sencilla: una empresa que encara un proyecto de investigación y debe pagar impuestos por 1.000 pesos, con gastos de investigación por 100 pesos, costos de personal por 100 pesos y de equipos por otros 100, puede deducir 367. En lugar de 1.000, terminaría pagando 633.
Para mejorar la inversión orientada a la innovación y el desarrollo en Argentina es indispensable aumentar la inversión privada, y en este sentido parece razonable que el Estado establezca estímulos fiscales similares a los de otros países. Aunque focalizada en el sector del software, la experiencia reciente constituye un caso exitoso. La Ley de Promoción de la Industria del Software, sancionada en 2008, garantiza estabilidad fiscal y desgravaciones del impuesto a las ganancias y aportes patronales, además de crear un fideicomiso de financiamiento, para aquellas compañías dedicadas al diseño de software para el mercado interno o la exportación. El hecho de que empresas de presencia mundial como Global, Despegar y Mercadolibre hayan tenido su origen en Argentina demuestra la eficacia de este tipo de estímulos. El éxito de la ley, que transformó a nuestro país en potencia latinoamericana en software, podría replicarse a otras actividades, como la biotecnología, sobre la que existe una norma similar que hasta ahora no ha sido reglamentada.
Caminos y modelos
El incremento del presupuesto de I + D + i estimula la creación de nuevas empresas de base tecnológica que generan productos con mayor valor agregado, lo que a su vez dinamiza el mercado laboral. Josh Lerner, líder de la Unidad de Emprendedores de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, destaca la importancia de las nuevas empresas en la creación de nuevos puestos de trabajo: “La generación de empleo en Estados Unidos no se da en empresas de más de diez años sino en las de menor antigüedad, y el mismo patrón se ve en los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE): son los nuevos emprendimientos los creadores de trabajo”.
Se trata, sin embargo, de un proceso difícil. Las nuevas empresas atraviesan un momento denominado “valle de la muerte”, que va desde su creación hasta que adquieren ciertos niveles de consolidación. Durante esta etapa resulta fundamental el aporte de capital y el apoyo de mentores que ayuden a los nuevos emprendedores. Los fondos de capital de riesgo resultan en este aspecto necesarios. Pueden ser privados, como en Estados Unidos; públicos, como en Suiza, que cuenta con un Fondo Nacional que promueve cada año 3.400 proyectos en los que participan 14.000 investigadores, o público-privados, como se dio en Israel en los inicios del boom de las start ups.
El rol de las universidades también es clave. En 2001 la Universidad de Harvard creó su Laboratorio de Innovación, que ofrece a sus alumnos un programa de tres meses orientado a lograr que una idea pueda convertirse en un negocio concreto, estableció un premio de 300.000 dólares para los mejores descubrimientos y hasta organiza una feria en la que alumnos y graduados exhiben sus proyectos.
Esto no significa que las universidades deban convertirse en fábricas de emprendedores. El Instituto Weizmann de Ciencias de Israel y la Universidad Rockefeller en Estados Unidos, cuna de premios Nobel, no fomentan la formación de empresas ni de científicos-empresarios, tarea que recae sobre las empresas de vinculación tecnológica de esas universidades. Pese a ello, el resultado es igualmente positivo, como lo demuestra el hecho de que productos patentados a partir de descubrimientos originados en el Instituto Weizmann facturaran el año pasado 35.000 millones de dólares. Aunque este tipo de esquema puede crear tensiones a la hora de distribuir los beneficios obtenidos, algunas universidades, entre ellas las israelíes, llegaron a un diseño que establece que el 40% va al investigador, el 20% al laboratorio donde trabaja y el 40% restante a la universidad. En suma, no hay un enfrentamiento entre ciencia básica y ciencia aplicada. Hay sólo ciencia de calidad.
La historia del despegue israelí merece un párrafo aparte. En 1991, con el aporte de 100 millones de dólares del gobierno, Yigal Erlich creó el fondo Yozma, con el objetivo de convencer a fondos de capital de riesgo con experiencia y éxito probado para que aportaran recursos, pero también expertise, en crear start ups innovadoras que se vinculen con proveedores y clientes. Estos fondos desempeñaron un papel crucial a la hora de permitir a las empresas israelíes superar la delicada etapa inicial y consolidarse. Hubo, al inicio, 10 fondos de inversión de 20 millones de dólares cada uno, en los que Yozma aportaba 8 millones y los fondos de capital de riesgo los 12 restantes, con el siguiente incentivo: si las compañías que se financiaban con esos recursos tenían éxito, el gobierno se comprometía a venderles sus acciones a un precio equivalente al dinero que habían colocado en el fondo más la tasa de interés internacional. En otras palabras, el Estado renunciaba a los beneficios económicos en caso de éxito.
Dos décadas y media después, Israel se ha convertido en un modelo mundial en materia de investigación y desarrollo, a punto tal que diferentes países buscan imitarlo: en Argentina, la Secretaría de la Pequeña y Mediana Empresa, que depende del Ministerio de Producción, presentó en el Congreso un proyecto interesante para el desarrollo de fondos de riesgo para el financiamiento de start ups bajo un esquema público-privado similar al israelí. El presidente de Ecuador, Rafael Correa, ha mencionado en varias oportunidades a Israel como un ejemplo a seguir.
Como señalamos, existen centros que fomentan la investigación aplicada y el emprendedorismo y otros que se orientan a la investigación básica. Lo que tienen en común es que cuentan con buenas agencias de vinculación tecnológica, dotadas de expertos que se ocupan de los complejísimos procesos de patentamiento, abogados encargados de elaborar los contratos y economistas capaces de analizar los planes de negocio y la viabilidad de las innovaciones, pero sobre todo de identificar su utilidad en el tejido productivo y buscar clientes. El rol de este tipo de oficinas es estratégico, a punto tal que por ejemplo Harvard cuenta con un equipo de 35 “desarrolladores de negocios” y Oxford ha ampliado tanto su empresa de vinculación tecnológica que hoy ofrece sus servicios a otras instituciones científicas.
Más ciencia
El mundo está cambiando a una velocidad asombrosa. Sin disponer de un solo auto ni una sola habitación, Uber y Airbnb se han convertido en las empresas más importantes de transporte y hoteles del planeta. Los desarrollos en inteligencia artificial disputan con los abogados los consejos jurídicos y son capaces de ofrecer un diagnóstico de cáncer tan bueno como el de un médico. Los coches autónomos a base de energía eléctrica revolucionarán el mercado automotor, reducirán los espacios de estacionamiento y las muertes por accidentes y podrían llevar a las compañías de seguros a la quiebra. La energía solar desplazará al carbón y permitirá reducir el precio de la electricidad, la carne sintética liberará tierras para la agricultura y los avances en las técnicas de desalinización harán más accesible el agua. Buena parte de los trabajos que hoy consideramos fundamentales dejarán de existir en 20 años, impulsados por los cambios que habilitan los avances en innovación, ciencia y tecnología (
2).
Decíamos al comienzo que Argentina invierte el 0,6% de su PIB, que la mayor parte de esa inversión es estatal y que los investigadores apenas llegan a 1.200 por millón de habitantes. El espejo de Australia, la Argentina que no fue, devuelve una imagen incómoda: sin llegar a los récords de Corea del Sur o Finlandia, la inversión en Australia llega al 2,2% de su PIB, de la cual el 80% proviene del sector privado, y cuenta con 4.530 investigadores por millón de habitantes.
1. Disponible en www.uis.unesco.org
2. Singularity University.
* CEO del Grupo Insud y presidente de la Cámara Argentina de Biotecnología. Este artículo está basado en la conferencia ofrecida en el Acto de Santo Tomás de Aquino en la Universidad de Oviedo, donde se entregaron los Premios Extraordinarios de Licenciatura
Fuente: eldiplo.org