La eficacia de los mentirosos
Frente a una mentira hay algunos que creen, otros que sospechan y quienes deschavan la verdad. ¿Por qué confiamos más en la narrativa de alguien que en la evidencia?
Por Claudia Piñeiro

Tu vida siempre ha sido una mentiraUna vulgar y estúpida mentiiiiraaaaa…Autor: Buddy Richard (pero necesito que leas con la voz de Valeria Lynch)
En la película Don´t look up, los científicos (Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence) descubren que un cometa que tiene la dimensión del Everest caerá sobre la Tierra y la destruirá. Sin embargo, la presidenta (Meryl Streep) y su jefe de gabinete (Jonah Hill), alertados de la dramática situación, deciden negar la evidencia para no afectar los resultados en las encuestas. Claro que por más que lo nieguen, ese cuerpo celeste seguirá su irremediable avance. Con sólo levantar la cabeza y mirar al cielo, cualquiera puede comprobar que allí está. Sin embargo, los creyentes seguidores de la presidenta, para poder seguir aferrados a la mentira, acatan la orden y abrazan el lema impuesto, que gritan hasta el último minuto: “Don´t look up!” (¡No miren arriba!)
Por cuestiones de público conocimiento, que se renuevan cada día, vengo pensando mucho acerca de la construcción de la mentira y de la incomprensible eficacia de los mentirosos. No es que no se haya mentido en la esfera política antes, siempre, pero la impudicia con que hoy se falta a la verdad es escandalosa. Y no me cuesta tanto entender por qué (o con qué cara) alguien miente, sino cómo puede ser que haya tanta gente que les crea a los mentirosos, que quiera creerles a toda costa, aunque el engaño sea evidente.
Personas a las que parece no importarles nada de lo que se les aporta para desmentir la falsedad, que defienden al embustero a capa y espada, que se ofenden con quienes no le creen. Incluso, cuando el mentiroso acepta el engaño pero intenta justificarlo con otra mentira, ellos, consecuentes y leales, pasan de una a otra –como quien en un arroyo salta de piedra en piedra para cruzarlo– y siguen creyendo. Hemos visto un ejemplo de mentiras impúdicas en estos días, en vivo y en directo, trasmitido en continuado por canales de televisión, emisoras de radio o streaming.
Al protagonista lo llamo desde hace tiempo el diputado “quiero tetas”, porque así pretendo nunca olvidar algo que vi en un video que circula por las redes, filmado la noche en que ganó las elecciones que lo llevaron al cargo del que ahora pidió licencia, en el que, mirando a cámara, dice exaltado: “Ahora que tengo fueros, quiero tetas”. Y yo sigo sin entender cómo aquello no fue suficiente escándalo para advertirnos acerca de sus disvalores. O su muletilla repetida hasta el cansancio como slogan: “Cárcel o bala”, en un país donde no existe la pena de muerte y por lo tanto nos proponía como opción un asesinato. Por otra parte, parece que los fueros no los quería sólo para las tetas, sino para algunas otras trapisondas.
El personaje era, hasta hace poco, nada menos que quien encabezaba la lista de diputados del gobierno por la provincia de Buenos Aires, para las elecciones de este 26 de octubre. Es más, es quien verán en la foto los que decidan poner una cruz en la lista del partido que gobierna nuestro país.
Su mentira, me refiero a ésta en particular, a la última, hizo un recorrido que nos puede servir de ejemplo para el análisis. Al principio, cuando aparecieron las primeras denuncias periodísticas y de opositores acerca de sus vínculos con un acusado de narcotráfico, desde el gobierno trataron de restarle importancia calificándolas de “chimentos de peluquería”. Luego, frente a la evidencia –una foto que los mostraba juntos delante del avión que los trasladó a Viedma “a presentar mi libro”–, el ex candidato juró y perjuró que eso sucedió sólo esa vez.
Muchos siguieron creyendo; algunos prefirieron matar al mensajero. Entonces, cuando al poco tiempo se supo que nuestro protagonista había realizado 35 vuelos en aviones del acusado y que en algunos cuantos de esos vuelos habían viajado –otra vez– juntos, el mentiroso tuvo que reconocer que sí, que efectivamente había estado en varias oportunidades con el sospechado de narcotraficante, que sí, que efectivamente había hecho muchos vuelos en su avión privado, pero que no, que él no se iba a rebajar a dar explicaciones sobre una simple anotación contable que le adjudicaba 200.000 dólares en un cuaderno poco confiable, y que no, que no tenía por qué responder a la pregunta de si los cobró, porque esa injuria que manchaba su apellido no se trataba más que de una operación de sus enemigos políticos (en su fuerza política suelen llamar “enemigos” a sus opositores).
Nuestro presidente en persona lo sostuvo y dijo confiar en su palabra. Y si el presidente le creía, por propiedad transitiva, los que le creen a él también creyeron. En cambio, algunos y algunas más experimentados –en la política y en el arte de la mentira– le fueron soltando la mano, incluso dentro del propio gobierno. Quizás porque lo conocían lo suficiente, quizás porque ya sabían del comprobante bancario que confirmaba el pago de esos 200.000 dólares. Incluso le soltó la mano el propio acusado de narcotráfico, quien dijo que el error del ex candidato fue negarlo –muchas más veces que las tres en que Pedro negó a Jesús antes de que cantara el gallo–.
No sólo eso, en un twist plot digno del mejor guionista, al allanar la casa del sospechado de narcotraficante, encontraron un contrato con la firma de los dos, por un millón de dólares, que llamativamente había quedado a mano de cualquier oficial de justicia. Por fin, hasta los periodistas más aliados al oficialismo pidieron la renuncia a la candidatura de quien ya no tenía más mentiras a las que recurrir.
El mentiroso lloró, ya veremos que la emoción es clave en la construcción de la mentira, pero su llanto no alcanzó y aunque entre lágrimas dijo que no renunciaría, a las pocas horas lo hizo. Parecía que estábamos frente al final de esta mentira, sin embargo y aunque resulte incomprensible, incluso después de que el mentiroso rodeado de evidencias en su contra renunció a su candidatura, a la presidencia de la Comisión de Presupuesto y pidió licencia a su banca, siguió habiendo fieles que creían en él. Uno de los que se manifestó al respecto fue, otra vez, nuestro presidente, quien sostuvo: “No tengo dudas sobre la honorabilidad del Profe”, “el kirchnerismo es especialista en montar este tipo de operaciones”, y pidió que diéramos vuelta la página y fuéramos “para adelante”. Aquí, junto a “para adelante”, deberían imaginarse el meme de Heidi empujando a Clara por el barranco.
¿Por qué le creemos a los mentirosos?
Lo que hacen aquellos que en Don´t look up no quieren mirar al cielo es lo que se conoce como “disonancia colectiva cognitiva”: no importa lo que los ojos ven sino la narrativa del líder. Y si el ejemplo que tomamos para ilustrar la mentira en nuestro país no fuera tan extremo como el de la película –ocultar que un cometa está por aniquilarnos– y después del evento siguiéramos vivos, el engaño político recurriría a una operación complementaria: la manipulación de la memoria.
Es lo que pasa en Rebelión en la granja de George Orwell. Los cerdos, luego de expulsar a los humanos y asumir su liderazgo, quieren sumar privilegios, por lo que cambian las reglas que habían definido en un principio y que todos aceptaron. Los demás animales poco a poco se convencen de que siempre fue así. Una noche descubren que, a diferencia de ellos, los cerdos están durmiendo en las camas de la casa, lo que estaba prohibido en el punto 4 de sus siete Mandamientos originales. Cuando van a buscar la fuente, se revela que alguien la alteró agregando dos palabras: “Nadie dormirá en las camas con sábanas”.
Uno de los animales se queja, dice que él recuerda perfectamente que antes no decía eso, pero los cerdos aseguran que sí, que así decía siempre, y la mayoría de los animales les cree porque, a fuerza de repetir lo contrario, han logrado manipular su memoria. Hechos similares continúan sucediendo, hasta que el mandamiento “ningún animal matará a otro” es modificado por “ningún animal matará a otro sin motivo”, y pasado ese límite ya es tarde para volver atrás. Cárcel o bala.
La mentira no necesita convencer sino repetirse hasta que la memoria se acomoda; los cerdos en la granja de Orwell no sólo mintieron, sino que lograron reescribir la memoria colectiva. Los líderes que prometían liberar a sus compañeros de granja de la opresión de los humanos ahora exigen obediencia y sus seguidores dicen que está todo bien, que eso fue justo lo que quisieron decir desde la primera hora. Cualquier parecido con la frase local “es exactamente lo que voté”, no es más que producto de la casualidad.
Pero, ¿puede sólo la repetición ser tan efectiva? El mecanismo arranca por ahí, y aunque hace lo suyo, y mucho, la mentira eficaz no se sostiene sólo porque se diga infinidad de veces ni porque se manipule la memoria, sino porque responde a una necesidad emocional o identitaria en quien la escucha. Enojo, odio, recelo, desesperanza, hartazgo, desazón, o la que sea. Revisemos lo que dicen Daniel Kahneman y George Lakoff, ambos especialistas en comportamiento humano, desde campos distintos. Podemos decir que Kaheman nos explica cómo pensamos y Lakoff cómo nos hacen pensar.
Kahneman (1934-2024), que si bien era psicólogo ganó un premio Nobel de Economía en 2002, sostiene que las personas no procesamos la información principalmente de forma racional, sino narrativa y afectiva. Y señalaba dos sistemas de pensamiento, el Sistema 1: rápido, automático, emocional, intuitivo, y el Sistema 2: lento, deliberado, lógico, analítico. Kahneman sostenía que la mayoría de las decisiones, incluso las políticas y morales, se toman con el sistema 1; luego el 2 inventa una justificación racional.
Decía además que, al tomar esas decisiones, estamos influidos por distintos sesgos: de confirmación (le creemos a aquel que dice lo que suponemos a priori), de disponibilidad (consideramos que algo es más frecuente si lo recordamos más fácil), de anclaje (nos agarramos de lo primero que escuchamos), de ilusión de validez (confiamos demasiado en la intuición o en la autoridad), de optimismo irracional (sostenemos la creencia incluso ante la evidencia del engaño porque buscamos consistencia emocional más que verdad). Para que una mentira sea exitosa debe simplificar la realidad, reforzar lo que ya creemos o tememos y ofrecer un enemigo claro y una solución sencilla. Sin embargo, las mentiras más resistentes serían aquellas que satisfacen una emoción preexistente más que las que desafían la lógica.
George Lakoff, por su parte, es un lingüista cognitivo que nació en 1941 y trabaja sobre el lenguaje como molde del pensamiento. Su texto más famoso es “No pienses en un elefante”. Todos quienes expuestos a esa frase lo intentamos hemos fracasado. Lakoff se ocupa de ver cómo los marcos mentales (frames) y las metáforas conceptuales dan forma a nuestra visión del mundo. Dice que no pensamos en hechos sino en marcos. Un ejemplo clásico sería: si alguien dice “Impuestos”, un liberal puede asociar la palabra a “robo” y un progresista a “inversión redistributiva”. De este modo, en política quien controla el lenguaje controla la percepción de la realidad. Y, lamentablemente, da la sensación de que una verdad sin marco emocional no podría competir con una mentira bien enmarcada.
Dado que la “verdad” sería un instrumento moldeado por la emoción, la cultura y el lenguaje, para desmontar una mentira no nos alcanzan los datos: hay que ofrecer otro relato donde la verdad también conmueva.
Cuando un discurso político activa miedo, orgullo, pertenencia, u odio, la evidencia contraria pierde fuerza. Pasó con el famoso lema de que “el ajuste lo paga la casta” o con “las políticas de género adoctrinan en contra de los hombres”. Es evidente que el ajuste no lo pagó la casta, sino jubilados, discapacitados, la salud pública, las universidades. Es evidente que la políticas de género sólo tratan de proteger a las mujeres de injusticias y violencias, mientras que el discurso contrario esgrimido por este gobierno y algunos de sus referentes más encumbrados no hace más que alimentar el odio de varones hacia las mujeres y las violencias que de ello se derraman, como vimos en el doble feminicidio de Córdoba de unos días atrás.
Esas mentiras no triunfan porque engañen, sino porque organizan las emociones preexistentes de un grupo de personas, de un modo que la verdad, lamentablemente, no logra igualar. Por lo tanto, la verdad, así, a secas, no alcanza. Cuando escucho la frase “hay que explicarle a los jóvenes que votan a la ultraderecha todo lo que está en peligro”, o “fallamos por no contarles nuestra historia lo suficiente”, siento que tenemos buenas intenciones, pero vamos por el camino errado, o al menos uno no suficiente.
La tarea no es sólo desmontar la mentira sino re-encantar la verdad, devolverle su potencia emocional. Ahí es donde, creo, estamos fallando, en no poder ofrecer verdades que encanten, que ilusionen, que generen deseo. Verdades que estén allí, en la calle, a mano, no abstracciones incomprobables. Quién va a mirar al cielo para concluir que nos está por reventar un gigante cuerpo celeste, si no hay una ruta de escape posible.
Permítanme algo más antes de cerrar esta nota. Alerta: viene spoiler de Don´t look up. Tras fracasar en todos los intentos de desviar o destruir el cometa que se dirige a la tierra, Di Caprio, Lawrence y Chalamet se reúnen en casa a compartir una cena, hablan de cosas cotidianas, se toman de las manos y agradecen la vida que tuvieron. Unos segundos después, el cometa destruye la tierra. Parece ser el clásico “The end”, pero post créditos vemos que para algunos la historia continúa: los millonarios logran escapar y, años luz mediante, aterrizan en otro planeta. ¿Sorprendidos?
Nosotros no tenemos hoy un cometa sobre la cabeza, pero sea cual sea la desgracia que nos pese, seguramente los más poderosos se verán librados de ella. Eso sí, un poco después de este segundo final de Don´t look up, los guionistas nos dejan ese detalle para encantar del que hablábamos: a Meryl Streep, la presidenta, que también escapa con los millonarios, se la come un monstruo alienígena. Lo que se llama, verdadera justicia poética.
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