martes, 25 de diciembre de 2018

Mundos íntimos
Estuve muerto unos instantes y me resucitaron: recuerdo haber sentido una paz absoluta
Paro cardíaco. El autor llegó grave al hospital. En un momento vio todo oscuro y experimentó una serenidad increíble. Después le dijo al médico “Me dormí”. “No -le respondió-, te fuiste y volviste luego de un electroshock”.
por Edgardo Berón


Paredón y después. Edgardo apoyado en el mismo muro en el que se sostuvo con dificultad antes de llegar a Urgencias. Foto: Alfredo Martínez


Un fuerte ardor debajo de mi cuello me despertó, me senté en la cama y vi que faltaban pocos minutos para las cuatro de la madrugada. Era el 1 de diciembre de 2017. Ya que soy alérgico y al haber estado en el campo, me imaginé lo peor. Se me cerraría la glotis y me faltaría el aire. Frente a las luces potentes del botiquín me saqué la remera, no vi rastros de picadura alguna ni tampoco irritación en la piel. Entré al dormitorio y comencé a cambiarme; en ese momento mi esposa Lucy se despertó. Sin detenerme, mientras terminaba de calzarme las zapatillas, le dije que tenía una reacción alérgica que no me gustaba nada y que me iba al Hospital Británico. Mientras tomaba la documentación de la obra social, ella dijo que me acompañaría, a lo que contesté que no era conveniente dejar a Felicitas sola en la casa ni levantarla a esa hora. Cuando terminé de expresarle esto ya tenía las llaves de la camioneta en la mano, me volví, le di un beso y le dije que se quedara tranquila. “Llamame, llamame”, escuché que repetía mientras yo abría la puerta.

Las dos primeras cuadras las caminé sin problemas, todavía me quedaban cinco más hasta el estacionamiento, pero tenía la esperanza de encontrarme con algún taxi, aunque sabía que no sería fácil en la zona a ese horario. Comencé a transitar la subida de avenida Garay y mis piernas flaquearon, de repente se pusieron débiles y frágiles, del otro lado de la avenida veía al chico de la estación de servicio donde habitualmente cargo combustible, aunque estaba algo lejos pensé en gritarle pidiendo ayuda.


Con su hija. El autor en el hospital mientras se recuperaba de la afección cardíaca.


Pasaban algunos autos, el ardor, ese fuego interno se propagaba y amenazaba con cubrir todo mi pecho. Supe que era hora de aplicar los conocimientos que adquirí en mi larga experiencia de montaña. Debía serenarme, gritar solo haría que gastara más oxígeno y energía. Me quedé parado y me agarré de la pared del colegio que está antes de llegar a la calle Catamarca. Allí trataba de “cambiar el aire”, como se dice en la jerga deportiva. Me di cuenta de que la muerte estaba cerca, pero me dije que debía luchar y estar sereno. Que tenía que llegar al hospital y que si moría en el intento no debía ser ahí, porque ese es el colegio al que concurre mi única hija. Respiré intentando relajarme, logré la calma y agarrándome de las paredes retomé la cuesta de Garay, algunos autos pasaron y creo que me miraban, pensarían que era un borracho. Como pude logré llegar hasta Jujuy, allí me cambió el ánimo, había superado la subida y todo lo que venía era llano y para mejor venía un patrullero por el medio de la avenida. Descendí del cordón, extendí el brazo e intenté detenerlo como a un taxi. Siguió de largo, tal vez no me vieron o también habrán pensado que era un molesto ebrio.

Llegando a Pavón tomé el celular, llamé a Lucy, le dije que esto no era alergia, no tenía dudas de que era cardíaco. Me suplicó que volviera, le dije que ya no era posible que me había costado horrores llegar hasta allí, quería venir, salir corriendo detrás mío. Le dije que no, que no cortara, que se quedara en línea y que yo no debía hablar más. Había que administrar el aire, la poca energía debía impulsar las piernas. En la esquina de la playa de estacionamiento me encontré con otro patrullero, esta vez estaba detenido y dos jóvenes policías estaban en su interior. Golpeé el vidrio del lado del acompañante, lo bajó un poco, algo sorprendido. Le dije que por favor me llevaran al Británico, que estaba seguro que tenía un problema cardíaco, que me ardía todo el pecho.

Se bajaron y me explicaron que ellos no estaban autorizados a llevarme. Seguí caminando y mientras lo hacía les decía que yo conocía las reglas pero que me estaba muriendo y que iba a salir solo en una camioneta. No sé bien qué dijeron porque yo no perdía el tiempo, cerré el portón de chapa y ellos quedaron detrás. Sin dudas pensaron que de morirme a bordo de una camioneta tal vez no terminaría solo con mi vida, podía arrastrar a otros en mi tragedia.

Lo cierto es que escuché el grito de uno de ellos que dijo que había conseguido la autorización. Yo ya estaba detenido frente a la escalera que conduce al primer piso donde guardo el vehículo, no sabía muy bien de dónde sacaría la fuerza para subir. Salí, un policía me preguntó cómo me sentía, le dije que peor, me sentaron atrás donde suelen llevar a los detenidos. Sonó la sirena y salimos como un rayo, todo esto era escuchado por Lucy mediante mi celular. Ahora sentía el estómago revuelto y además del fuego interno en todo el pecho, una leve opresión era el nuevo síntoma que se incorporaba.

Supongo que distraído por mis sensaciones no tuve en cuenta que ellos pidieron refuerzos, lo cierto es que a pocas cuadras se sumó otro patrullero que en las esquinas nos abría el paso y nosotros pasábamos como el Flaco Traverso en la recta del Gálvez.

Alrededor de las cuatro y veinte ya estábamos en el Británico. Allí tampoco perdí el tiempo, logré caminar rápido, cuando un policía entró yo ya había presentado la credencial, alcancé a agradecerle y nunca más lo vi.

En la guardia, mientras un médico me auscultaba, otro me colocaba los electrodos para el electrocardiograma. Les pedí que me dijeran toda la verdad y me mantuvieran informado. Me dijeron que me quedara tranquilo, que estaba todo controlado, pero que era posible que en los próximos minutos tuviera un infarto. Allí volví a llamar a Lucy, había interrumpido la comunicación cuando entré en la guardia. Ella mostró entereza, no me sorprendió, al fin de cuentas es mi compañera de toda la vida y juntos hemos escalado montañas, cruzamos ríos, vimos rastros de pumas, esquivamos alguna yarará y víboras cascabel. Alguna vez nos perdimos y reencontramos la senda. En El Bolsón pasamos al lado de un enjambre de avispas africanas, sin posibilidades de tomar por otro lado; avispas de un lado y precipicio del otro. Pero esto era nuevo, distinto, era también de alguna manerauna lucha contra la naturaleza, pero el adversario anidaba dentro de mí. Mi esposa me dijo que estuviera tranquilo y que ya mismo se tomaba un taxi.

Me ingresaron al Shock Room, allí comenzó una sucesión de conexiones, sueros y agujas. Vinieron más médicos, los que estaban a cargo de los pacientes internados en el sector de cardiología. Ya me costaba respirar por lo que me suministraron oxígeno y sentí algo de alivio. Me preguntaban cómo me sentía y solo me quejaba del ardor.

Me dijeron que mi esposa había llegado, una médica salió para darle el informe y le iban a permitir ingresar, solo le quedaba pasar una puerta. Pudo escuchar que yo tosía, como que me ahogaba. Justo antes de entrar, un médico salió corriendo y le pidió a la doctora que entrara urgente. Alguien sacó a mi mujer de vuelta hacia el pasillo.

No recuerdo haberme ahogado, eso me lo contó Lucy al otro día. Solo recuerdo que todo se quedó a oscuras. Fue como estar a la noche en una habitación sin ventanas frente a un monitor de computadora y que se corte la luz. La más profunda oscuridad, la nada misma.A eso le siguió una sensación de paz profunda, nada similar a las múltiples vivencias que me ofreció la montaña. No existe comparación posible: ni con estar en los hielos continentales de Santa Cruz ni hallarnos solos en el Cerro Cocinero en el Parque Nacional Los Alerces en verano, junto a hielos eternos. Es lo que recuerdo, la serenidad absoluta en medio de la más profunda oscuridad. No había nada, no veía nada, todo era negro. De pronto, sin haber aclarado pude divisar una suerte de banco de plaza del que solo se vislumbraba el costado y pude percibir una silueta de mujer. Lo sentí como un sueño, pero muy particular y hermoso. Uno de esos sueños de los que no queremos despertar.

En el quirófano sentía frío, pero allí en ese extraño estadio estaba a gusto, no sentía ni frío ni calor. Era el equilibrio total no solo por la temperatura y la comodidad de mi cuerpo, que ya no ardía, sino por la relajación y el estado de armonía. Todo se había borrado, ya no tenía conciencia de mi extrema gravedad. Mi realidad se agotaba en ese instante, en esa paz inconmensurable de la que no quería salir.

De repente me senté en la camilla y dije: “¡Ay, me dormí!”. Todo volvió a aclararse, las luces del quirófano me enceguecieron. “No te dormiste, te fuiste”, dijo un médico balanceando su mano con un brazo extendido apuntando al cielo. Se sonrió, yo también me reí. No sentía miedo, pese a que me habían resucitado, la paz absoluta me acompañaba, perduraba y ahora era palpable, real.

Los creyentes a los que les conté mi experiencia me han dicho que esa Paz era la presencia de Dios. Las interpretaciones corren por cuenta de quienes las hacen, por mi parte solo cuento sin más lo que sentí y lo que recuerdo.

Sí, supe que había estado muerto por unos instantes y que me resucitaron. Me dijeron que me aplicaron un potente golpe eléctrico para traerme a la vida. Si bien quería vivir, al mismo tiempo estaba resignado y en paz. Estaba tan preparado para luchar como para dejar el mundo. Lo extraño era que si bien reaccioné sentándome en la camilla como un fuerte impulso para proyectarme a la vida, también me sentía tan a gusto en ese estado de paz que bien podría haber optado por quedarme, si estaba en mi poder elegir.

Aguanté con coraje lo que siguió hasta que llegó un punto en el que imploraba que llegara el médico, el ardor me carcomía por dentro, ya estaba infartado y había superado un paro cardíaco. Me lograron compensar al tiempo que me informaron que el doctor Gustavo Leiva ya estaba entrando al hospital. Me sacaron rumbo al quirófano y allí pude ver de paso a Lucy. Vas a andar bien, Negrito, alcanzó a decirme. No le mentí, le dije que estaba bien, estaba sereno, solo me acongojó ver su rostro preocupado e imaginarme a mi Felicitas durmiendo en su cama, segura, como si pensara que sus padres descansaban en la habitación contigua.

Superé dos intervenciones en cuatro días y el martes ya estaba en casa, con cinco stents en mis arterias. A partir de ese momento comenzó no solo una larga etapa de rehabilitación y recuperación, sino también de reflexión. Estoy convencido de que no se llega a un infarto solo por el colesterol elevado, hay un componente importante que tiene relación directa con lo anímico y con la forma en que afrontamos las vicisitudes que la vida nos impone. Por ello, al momento de emprender los cambios necesarios en conductas y hábitos es necesario un sincero replanteo que no se limite a una dieta, sino a la forma en que nos plantemos ante cada situación particular o difícil de nuestra existencia.

Estamos formados y educados para la vida y más que nada para el trabajo, el estudio, las obligaciones, pero no tenemos conciencia de nuestra finitud. Eso es lo que ahora he aprendido, a vivir los días de a uno. A entender que cada cosa que se desea alcanzar, sea algo material, un logro profesional o también algo afectivo, tiene impreso en sí mismo un tiempo que nos llevará conseguirlo y que en tal sentido, no debemos desgastarnos con la ansiedad. Tampoco sirve “pre-ocuparse”, eso es un mero temor anticipatorio de algo que en realidad no sabemos de qué forma se va a manifestar en el momento en que suceda.

No me desvela el momento en que vuelva a enfrentar a la muerte, porque es inexorable. Sí me empeño en llevar una vida en armonía, en imitar, aunque parezca inalcanzable, ese estado de paz que experimenté en el Shock Room. En ello centro toda mi energía.
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Edgardo Berón es escritor y licenciado en Comunicación (Universidad de Buenos Aires). Apasionado de la montaña, caminó por picadas y senderos de la cordillera argentina durante más de dos décadas. Posee amplios conocimientos de supervivencia, adquiridos en diversos cursos. Fanático del boxeo, lo practica en el club Huracán. Publicó tres libros: “Periodismo y Literatura en la obra de Antonio Dal Masetto; “El Intendente y otros cuentos”, editado en Sevilla y en Buenos Aires y “Heraldo Andante. Crónicas de Buenos Aires, sus personajes y la Patagonia argentina”. Está escribiendo poesía y una novela. Integra la comisión directiva de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (S.E.A.).



Fuente: Clarín

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